Vírgenes de Sevilla
La Candelaria: evocación de la luz
«En ese rato cabía el año entero para ese chiquillo, que contaba sus años por Martes Santo con el reto de cruzar al siguiente la frontera de la madurez que son para los nazarenitos de San Nicolás los Jardines de Murillo»
En la vieja caja de galletas guarda la abuela una vida en blanco y negro. No hay tesoro más grande que esa lata conservada como oro en paño dentro de un armario donde se esconde la infancia en sepia de su niña, su única herencia, que nació en la calle Lirio y que se crio correteando en un pequeño bar con olor a vino de barrica y serrín. En ese álbum de metal gastado está el día que la presentaron en el templo, cuando recibió el bautismo con la Candelaria de testigo, poco tiempo antes de que Dubé le retocara el rostro en el cuarto de la cera que estaba justo encima de la pila de San Nicolás. Allí iba la abuela, Conde Ibarra abajo, haciendo la caminata de los tres lunes. Fue allí donde se casó la niña, del brazo de su padre, al que se le apagó la vida de repente, tres meses después de que el nieto mayor sacara la primera papeleta de sitio: antifaz recogido, varita delante de la cruz de guía, saludo a los abuelos, parón de San Benito y bocadillo en la calle Arguijo. A esperar a que pase la Virgen y para casa. En ese rato cabía el año entero para ese chiquillo, que contaba sus años por Martes Santo con el reto de cruzar al siguiente la frontera de la madurez que son para los nazarenitos de San Nicolás los Jardines de Murillo. En la cara de la Candelaria está escrita la historia de ese linaje, evocación de la luz perdida que se cuela por la lucerna del palio verdeagua y trampantojo de la memoria que escoge el camino más corto cada Martes Santo. En la caja de latón de la abuela falta una foto a color: la de la bisnieta que vino al mundo el día después de la fiesta de la Candelaria y que tiene guardada en el ropero de aquella casa la túnica blanca con botonadura azul que vistió su padre y después su padrino.
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