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Vírgenes de Sevilla

Gracia y Amparo

«Las personas enamoradas de Dios no envejecen nunca. La madre tenía que ser joven, más joven que el Hijo, pare demostrarse eternamente Virgen; mientras que el Hijo, incorporado a nuestra naturaleza humana, debía aparecer como otro hombre cualquiera en sus despojos mortales»

Virgen de Gracia y Amparo de los Javieres C. López Haldón

Manuel Jesús Roldán

Habla Miguel Ángel Buonarotti delante de una Piedad labrada en mármol. Pone su firma en el mismo pecho de la Madre de Dios que llora la muerte de su Hijo. Palabras que se expanden como en un eco eterno por cada rincón del mundo. Las repite en voz baja un escultor, un imaginero de la calle Arrayán. Su Virgen no envejecerá nunca. Corren tiempos en blanco y negro, como los jesuitas que le han encargado la imagen. El imaginero ha dado color ya al negro tiznado de muchas hermandades que perdieron imágenes por fuegos intencionados: Angustias, Salud, Esperanza… Ahora son los hijos de San Ignacio los que piden una juventud eterna para acompañar a un Crucificado redentor de Almas. Juventud como signo de eternidad en un rincón de la calle Arrayán. El imaginero termina la obra y susurra el eco del Renacimiento: Eternamente joven. Llena eres de Gracia…

Llega la Virgen a la calle Jesús del Gran Poder. Por allí hay estanislaos y luises, pero su casa será la de los Javieres. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo si pierde su alma? Lema jesuita que se graba en las pupilas de una Virgen que acompañará para siempre el alma de un hijo muerto sobre un leño seco. Por mucho que pase el tiempo. Llegarán los martes de pies desnudos y de silencios en la tarde. Llegarán los tiempos de rosarios matinales a los silencios conventuales del barrio. Llegará el traslado a barrios lejanos en las Misiones, «¡ay de mí si no evangelizo» en las palabras de Francisco Javier. Llegará el dolor a los pies de la cruz, en años que procesionará junto al alma de un Dios aparentemente muerto. Llegará un traslado a un barrio de Feria y hasta llegará un palio de terciopelo para las tardes de cada martes en los que se recordará la muerte de Javier.

Llegará la muerte, pero Ella es la Vida. Delante irá el Hijo muerto y los hijos de San Ignacio cargando con la cruz de la muerte, detrás, apenas se oirá el susurro del discípulo amado que toma su mano mientras le da consuelo. Un diálogo que es un monólogo, pero que tiene respuesta en los ojos de una madre más joven que el hijo. Todo un misterio. Pero es que Dios, por definición, es un misterio. Eso susurran los ojos de una mujer joven herida por el tiempo que oye el consuelo del discípulo joven. Sabe que no camina sola. Carga sobre su manto el peso del dolor de la muerte transformado en hojarasca neobarroca. En todo amar y servir. No está sola. La calle le repite que es la llena de Gracia, como el susurro lejano del imaginero. La calle siente su amparo en la juventud de una mirada baja de Virgen tímida, la de aquella que un día dijo sí a todo un Dios. Que se callen los teólogos. Esto es un misterio. Silencio. Negro. La eternidad del tiempo. La juventud eterna. A Dios no hay quien lo entienda. Un misterio que se cobija en el silencio de unos nazarenos de noche de martes. Silencio, que una joven madre llora. Eternamente.

En el pecho de sus nazarenos, un escudo grabado en dos siglas recita el más minimalista de los pregones: «A Dios por María».

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