Manuel Cuevas, del escenario al olivo

El cantaor de flamenco que ahora recoge aceitunasLuis YbarraLa palabra reinvención resuena por los olivos, tras su sonrisa. Él se ríe y me cuesta descifrar el punto exacto en el que flaquean sus fuerzas. Desde donde lo contemplo, esa linde no existe, o la disimula con habilidad de experto. A Manuel Cuevas se le ha visto abrir el templo mayor de la ciudad por villancicos al acecho de diciembre, hablar con Dios frente al rey a través de su saeta y triunfar en la Campana, por eso no entiendo bien todo esto. Lo hemos visto agonizar con destreza en sus espectáculos y recitales, morir con el pulmón hecho ficción en las balconadas, ganar concursos. Cantar, gritar, desarrollar, al fin, su oficio. Por eso, y no por otro cosa, me sorprendió verlo ahora fuera del lugar que le corresponde: el escenario. Este artista de largo recorrido no ha permitido la embestida y se ha marchado a recoger aceitunas ante la falta de una alternativa mejor. La realidad le ha masticado y antes de que le escupiera se ha salido con temple de sus fauces para trabajar con las manos el campo. Ha cambiado los telones por olivos, las eneas por cestas y los colmillos de las noticias de diario por el sudor que marca desde agosto sus jornadas. Hubo un tiempo en el que los cantaores regalaban su arte entre las amistades, también frente a los señoritos, pero no se dedicaban en exclusiva al flamenco. Tenían su alma de artista encerrada en un armario, como un traje de noche, y por el día se vestían de alfareros, herreros, zapateros o fragüeros. Ese tiempo, hasta hace unos meses, se intuía lejano. Superado, más bien. Y ahora parece retornar con la pandemia que azota a las artes escénicas y a quienes viven de ellas. Un video en la cuenta de Facebook del cantaor de Osuna me devolvió de forma súbita a los libros en los que aprendí el pasado. En él, Manuel Cuevas, apoyado sobre una vara, bramaba un fandango rematado por un desgarro de cabal alegría: ¡Venirse al campo, que este no te abandona! Un «ay» que duele más que lo que cantó primero. Y eso que cantó, por cierto, es un fandango de Rafael Ramos Antúnez, conocido como el Niño Gloria, una de esas figuras que arrancó su trayectoria alternando el provecho de su belleza musical con la subsistencia dura, y noble, por supuesto, en los cortijos. Aquella situación pretérita ha llamado de nuevo a las puertas de la casa de Manuel.Recoger aceitunas«Me dijeron que no lo hiciera, que me esperara, que las ayudas iban a llegar tarde o temprano y todo eso. Pero yo no podía más. Llevo mucho tiempo pagando la cuota de autónomo, tengo una familia que mantener y no puedo pagar esos 300 euros sin trabajar. Las ayudas a los autónomos, teniendo que pagar la cuota, se queda en nada. No en 700 euros, sino en 400. En verano, me salieron dos o tres recitales nada más y me dije, mira, no me voy a quedar en el sofá. Yo me tiro al campo, que es lo que sé hacer. “Espérate, Manuel, no hagas eso”, me decían mis compañeros. Y al final le ha afectado más a mi entorno que a mí. Yo estoy perfectamente, tengo menos de 50 años y una salud de hierro para recoger aceitunas. ¡Aquí hay mujeres con más edad que yo y no se mueren!», exclama. Manuel Cuevas, en una jornada de trabajo en el campo - Víctor QuifesCon los pies en los terruños y una visera para el alivio, en el mes de agosto inició junto a una cuadrilla de su pueblo la recogida por los andurriales. «Llegó a hacer 45 grados en mi primer día. Cuando te toca al lado del árbol donde pega el sol, es muy duro, de verdad, muy duro. Allí algunos tuvieron que parar y acabaron mareados, incluso vomitando. Yo no, eh. Nunca me he desacostumbrado». Su padre tenía ganado y desde niño convivió con lo rural de una forma similar. Sus comienzos, desde luego, no fueron un camino de rosas. Antes del 2002, año en el que se hizo con la Lámpara Minera en el prestigioso certamen de La Unión y que supuso un punto de inflexión en su carrera, todo era diferente. «Hice muchas cosas. Por ejemplo, he estado bastante de albañil. De hecho, cuando gané ese premio que hizo que aumentaran mis contrataciones y que también me dio a conocer, estaba de “pescaero” en el Eroski. Lo estuve alternando un tiempo hasta que me dediqué por completo a cantar», recuerda con un acento que parece bordado en sus arterias. Presumido, perfecto, orgulloso de sí.Cambio de rutinaEl despertador, desde que decidió abandonar la espera y actuar en consecuencia de la crisis actual, suena cada día a las 6 menos cuarto de la mañana, aunque a esa hora hace ya unos minutos que lo espera. «A mí levantarme al alba me sale natural. Cuando viajamos, en Kenia, por Europa, en Lyon... no sé, en un montón de países en los que he estado actuando, soy el primero que sale del hotel a recorrer la ciudad. Cuando vuelvo, los que vienen conmigo, el guitarrista y demás, están despertándose y no se creen que llevo tres horas por ahí. ¡Pero, chiquillo, queréis conocer los monumentos, que no vais a estar aquí nunca más! Luego quién sabe, pero bueno...».El hijo de Manuel Cuevas, a quien le ha transmitido su afición - Víctor QuifesAtrás quedaron las sábanas limpias del día, el desayuno en el buffet libre y el paseito del curioso que pisa suelo extraño. Nada de ello le apena: «Qué va. Yo a las 6 cojo el coche, porque vivo en mitad del campo, con mis animales, mis cosas, y me voy escuchando a los cantaores viejos que me gustan: El Carbonerillo, La Niña de los Peines, Antonio Chacón... Los de esa época me encantan». Así le ha transmitido la afición a su hijo, también cantaor. Cómo él, desde que esta locura trastocó nuestros dinteles, recolecta lo que da la tierra. «No está aquí, no, está en otra cuadrilla. Pero por él me ha dado mucha rabia; más que por mí. Llevaba muy buen ritmo con los recitales, había entrado en el circuito de las peñas... Tenía programado mucho por delante, vaya, y se le ha caído todo, claro. Que esto te pase cuando estás empezando... Somos los cantaores aceituneros ahora mismo. Egoístamente, esto llega a pasar un poquito más adelante y a mí me salva el año. Sin Semana Santa he perdido todo lo de la saeta. Además, estaba muy cerca de estrenar cosas diferentes, cosas que nunca había hecho y en las que tenía puesta toda mi energía. Tenía un espectáculo con Falete… En fin. Es mejor no pensar en eso. Tenemos salud y ganas de seguir, que es lo más importante. Eso no nos falta».La vuelta a los escenariosNo voy a engañarles, Manuel Cuevas es de esas personas a las que uno llama para animar y ante la que acaba sollozando en un intercambio extraño de roles. Las dificultades se las traga a desdentadas de hombre risueño. Las deglute y hace que dejen de latir. Ha de haber una raja, una debilidad por la que se le cuele a veces la congoja, pero el bálsamo de la ilusión y el buen hacer parece sellar los orificios. ¿Piensa en su regreso a la vida que le abandonó esta primavera? No porque no sea digna su labor inmediata, sino porque su garganta está atada al flamenco. Su carrera, su sello, su público, su aportación, la que sea, y la rutina que le ha acompañado a lo largo de las últimas dos décadas lo están. «Pues si la cosa mejora estoy dispuesto a volver. Si no, no. A mí no se me caen los anillos. He tenido una época en la que lo he ganado bien, no voy a ocultarlo. Me sentía valorado y tenía presencia. En teatros, festivales, peñas… Estoy dispuesto a volver, aunque sea ganando menos. Soy consciente de que tendrá que pasar mucho para llegar al momento en el que estábamos. Pero si no mejora nada la cosa sigo en el campo, eso seguro. Y espero que mejore, aunque a esta gente le va dar pena que me vaya», señala hacia ningún lugar. Quienes con él varean estas semanas de noviembre unas negras que no tardarán demasiado en alcanzar las mesas le han tomado cariño y quieren y a la vez no quieren que se marche. Manuel Cuevas, cantando una saeta desde un balcón en la Semana Santa de Sevilla - J. M. SerranoEn este romanticismo jondo en el que habitualmente nos movemos, el gitano golpea el yunque en lo que araña por la boca un martinete y la mula rebuzna con las brazos del campesino en la madera al son de la trilla. Esa posible unión de cante y esfuerzo ha causado motivos de debate para la flamencología. Preguntemos, entonces, al que en su cuerpo lo experimenta: «Hablando de lo mío, digo que no se puede. Yo no puedo, vaya. Darle al olivo con la vara, cargando la cesta, con el calor, las horas aquí… ¿y cantar? Eso no. Canto en ocasiones en los descansos, ahí sí. Y alguna letra la he dejado sin terminar por la asfixia. Esta gente se me ha quejado cuando he hecho eso», ríe en complicidad con su ambiente.Flamenco y leídoAntes de despedirnos, me lanza otro argumento para defenderlo como ser incombustible: «Soy flamenco y leído, eh». «Eso lo reconocí desde un primer momento», pienso. Y él lo desarrolla: «Durante el confinamiento aproveché para terminar la titulación en la especialidad de cante en el conservatorio profesional de música Cristóbal de Morales. Seis años he estado liado y ya tengo el título», proclama con una felicidad contagiosa después de una jornada que adivino ardua. No era absolutamente necesario. Para cantarle a la Macarena con hondura, desde luego que no. Pero ahí guarda el diploma, en una vitrina donde se le agolpan unos logros que echan su raíz bajo un risco de completa dignidad: entre libros y pescados, ladrillos, ramas, micrófonos y, según él, «lo que haga falta». «Durante el confinamiento aproveché para terminar la titulación en la especialidad de cante en el conservatorio profesional de música Cristóbal de Morales. Seis años he estado liado y ya tengo el título»La asociación Unión Flamenca ha denunciado en la última semana una previsión desastrosa: el 41% de los artistas de este sector tendrán que abandonar su trayectoria si la fase de estancamiento se prolonga. El arte en sí no corre graves riesgos, pues permaneció intacto durante períodos de mayor descrédito, sino los protagonistas que lo hacen posible. Sus bolsillos, sus proyectos y, por tanto, la calidad de lo que llega al consumidor final. Esta industria fragmentada nos deja ya rostros inaugurales. Entonces miro a este luchador de Osuna y sé que pasará. Que no está solo y que camina como un toro encerrado en una estrofa de Villalón. Me echo unos versos a la memoria: «El sol quema. La campiña es toda calma./Sobre una espiga dorada/come y chilla destemplada la cigarra». Palpo al fondo el reguero de cultura sobre el que él se asienta, esa que se manifiesta desde el hábito. Su nervio grande ha hecho pequeña a su saeta; quién lo diría. En medio de una plaza cae una cellisca de guijarros disfrazados de agua y la única certeza del que se moja es que pasará, como digo, y que vivirá mientras tanto. Miren si no a Manuel Cuevas.

Manuel Cuevas, del escenario al olivo

El artista de Osuna, conocido por su saeta, trabaja en el campo desde el pasado mes de agosto ante la falta de oportunidades en su sector a causa de la pandemia

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