crítica de 'tristán e isolda'
El amor a través de la muerte, videográficamente hablando
El Teatro de la Maestranza estrena con éxito una nueva producción propia de 'Tristán e Isolda'
El Maestranza estrena en Sevilla una nueva producción de 'Tristán e Isolda' llena de emociones
'Tristán e Isolda', el triunfo de la noche

'Tristán e Isolda'
- Intérpretes: Elisabet Strid, Stuart Skelton, Agniszka Rehlis, Markus Eiche, Albert Pesendorfer, Jorge Rodríguez-Norton, Fernando Campero, Juan A. Sanabria. Coro Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla.
- Vestuario Jesús Ruiz.
- Iluminación: Luis Perdiguero.
- Diseño vídeo Arnaud Pottier.
- Dirección de escena y escenografía: Allex Aguilera.
- Director musical: Henrik Nánási.
- Fecha: 27/09/2023.
Empezaba la temporada en el Teatro de la Maestranza con esta ópera emblemática en la producción wagneriana y de enorme relieve y trascendencia en la historia de la ópera, que llegó por primera vez a Sevilla en 2009 con un gran éxito en ... una producción del Teatro de la Ópera de Roma. Por fortuna, esta nueva creación de nuestro Teatro buscaba aportar un cierto movimiento escénico mediante videografía (al igual que la de 2009 o la 'Tetralogía' de La Fura), ya que las óperas wagnerianas tienden al estatismo escénico, con textos que ni en las mejores traducciones consiguen librarse de una estructura de frase confusa y que acumula una constante polisemia solapada íntimamente ligada al mundo conceptual wagneriano. Así que la tecnología puede aportar una solución clarificadora a alguno de estos aspectos. Por ejemplo, durante el preludio ya se explicitaba un detalle que suele quedar escondido, pero que es la clave para que Isolda sepa que fue Tristán quien mató a su prometido Morold, ya que cuando lo encontró moribundo en su barca vio que a su espada le faltaba la esquirla que ella había encontrado en la cabeza de su prometido, que a su vez le había mandado Tristán tras matarlo. De igual manera, en muchas producciones ni aparece el barco del primer acto ni siquiera el mar; aquí el barco tampoco, pero el mar sí: nos cuenta Aguilera que representa el 'torbellino de emociones de Isolda y más tarde de Tristán', pero que contribuye a un 'perpetuun mobile', variable en función de los sentimientos. Es verdad que se podía haber aprovechado más otras diferentes muestras simbólicas de la obra en vez de repetir tanto lo de la espada y una enfática corona. Además, hemos de decir que estos efectos pudieran resultarnos algo 'pasados', tecnológicamente hablando, pero no así el recurso que aparece desde el segundo acto en una suerte de 'telas pintadas', pero con vida propia: el jardín mágico del acto intermedio se convierte en una especie de manglar seco y espinoso al desaparecer del primer plano el amor, o en el tercer acto, tras un mar encrespado por la incertidumbre, se pasa a una plácida 'postal', en una clásica arquitectura animada por unas aguas que rompían mansamente en bucle contra su costa.
Escenográficamente, a la enorme pantalla la flanqueaban dos paneles abiertos hacia el público (en una especie de amplificador natural), proyectable, y una tarima central.
Pero se concentró casi todo en el video mientras se dejó a los cantantes a su aire, siendo el que menos se implicó Skelton, un Tristán que parecía tener contados su máximo número de pasos. Ello contribuyó a constreñir esa movilidad escénica que se buscaba videográficamente, incidiendo este enfoque especialmente en el dúo de amor del segundo acto, que si no se canta con la suficiente entrega e intensidad evidencia toda su longitud. De igual manera, en el mismo acto, la consternación del rey Marke se manifestó con la pareja de amantes 'apresada' por una enorme corona que los circundaba.
Skelton, la voz más wagneriana
Precisamente Skelton nos pareció que era la voz más wagneriana de todas, y la que poseía más experiencia en el repertorio de este autor. Sin embargo, nos dio la impresión de que estuvo reservándose para el acto final desde el primer momento. Aún a sabiendas de que el rol es una verdadera prueba atlética para la voz, nos sorprendió que no pelease ni una sola nota medianamente grave, mostrándose en cambio más generoso en los agudos, donde se sabe fuerte, si bien tuvimos que esperar a que estuviera moribundo -acto III- para que su voz restallara como el tenor heroico que se espera de él. Por cierto que el estreno de Munich (1865) lo encabezó un tenor bastante grueso que no llegaba a los 30 años, junto a su mujer, y que Wagner consideraba especialmente idóneos para los papeles protagonistas, llamándoles cariñosamente «mi querido par de abejorros». Cualquier tenor sabe que es un rol durísimo, muy exigente, y que el público lo quiere a tiempo completo; y si su edad, físico o estado de ánimo no se lo permite es mejor optar por otro rol más accesible para la voz de cada cual.
En cambio, para la soprano sueca Elisabet Strid era su primera Isolda y vaya si se luchó su papel. Sobre una tesitura descomunal, que se da por hecho que tiene que controlar -y lo hizo-, su principal reto es nutrir de la suficiente coloración al personaje más poliédrico del reparto, capaz de que convencer a Tristán para que beba de la copa que imagina envenenada, reflejando ese odio y deseo de venganza que lleva dentro, para luego ser capaz de ofrecerle todo su amor hasta ser capaz de morir con él. Strid fue creciendo vocalmente poco a poco, como suele ocurrir a medida que se va calentando la voz, pero dándolo todo desde el principio, trabajando el extenso ámbito vocal con seguridad y buscando toda su belleza y expresividad: todavía tiene años para aportar aún más dosis de tintura wagneriana.

El papel de Brangania tiene una extensión más reducida que el de Isolda y encaja en la tesitura tanto de una soprano como de una mezzo. Sinceramente, preferimos esta segunda opción por una mayor adecuación con el rol (que aparenta una mujer más madura, más reflexiva, más resolutiva, como para cambiar el filtro que le ha ordenado su ama que prepare por otro, aunque uno sea el de la muerte y otro el del amor). Pero también para evitar una duplicidad tímbrica que podía resultar monótona o reiterativa desde un punto de vista vocal. Sobre eso encontramos una voz de mezzo extraordinaria, porque a la oscuridad de su registro le aportaba un brillo especial, una luminosidad, como se puede suponer en quien no para de proteger a Isolda, de salvarle la vida, y de enfrentarse con quien fuera menester. Agniszka Rehlis puede presumir de agudos plenos, portentosos, vitales, cuidada articulación de su canto, desahogados graves tocados de naturalidad y suficiente expresividad para hacernos pasar un primer acto, junto a Strid, subyugante.
También Markus Eiche nos presentó un Kurwenal dinámico, vitalista, incansable y consciente de los diferentes estados a los que debe enfrentar su personaje, al albur de los cambios radicales a los que se verá sometido su señor Tristán, desde el subido y faltón escudero del primer acto al abnegado y entregado del último. Aunque estamos acostumbrados a barítonos de mayor tamaño, Eiche compartía con Rehlis un homogéneo registro cuya oscuridad también se veía aligerada por una cierta luminosidad y energía, con graves corpulentos y agudos radiantes, rayando con frecuencia el límite de la tesitura del personaje.
Albert Pesendorfer fue un Rey Marke que cumplió con la solemnidad y empaque que se requiere para un rey que no pierde la compostura ni con la traición de su más noble vasallo. Una voz poderosa, bien timbrada, como se exige, a la que sólo le pudo faltar algo de flexibilidad, de matiz, para dotar de humanidad a su corona, ya que el volumen de la traición no sólo le venía de que Tristán era su hombre de confianza, sino además su sobrino. Nos pasó como con el dúo de amor, que duró todos los minutos y segundos que tiene.
Melot puede cantarlo tanto un tenor como un barítono, caso que nos ocupa, y a pesar de su brevedad nos gustó su timbre, la fuerza de su intervención y volumen de Fernando Campero. Igualmente empuje y musicalidad la voz de Juan Antonio Sanabria como timonel y el lirismo / proyección de Jorge Rodríguez-Norton como Pastor / Joven Marinero. El coro masculino estuvo espléndido en su breve intervención del primer acto, mejorando en cada repetición.
Verdaderamente algo se nos encogió al oír la planicie expresiva del 'Preludio', una pieza de tal belleza que se suele incluir en cualquier programa sinfónico. Ahí se encuentran los dos motivos básicos de la obra que, para autores como Chailley, se multiplican hasta en 62 figuras musicales (entre temas y motivos) a lo largo de la obra.
Era como oírlo en un móvil en vez de en un buen equipo de música. Sin embargo, cuando la cabecera de la 'Introducción' se repite tras el efecto del filtro de amor aquello parecía que era de otro director, por la sensualidad, el ímpetu, el sentimiento que cobró su interpretación, pareja a la acción dramática. Tuvo muchos momentos de esta intensidad, y sobre todo también nos pareció que consiguió una claridad en la exposición instrumental sorprendente y, sobre todo, en el realce de algunos de estos motivos. Sirva como ejemplo uno que suele pasar inadvertido, el del supuesto veneno en las maderas graves (clarinete bajo y fagot) y que se pudo oír con dramática claridad. Luego está la eterna cuestión de si la orquesta sobrepasa a los cantantes o son estos los que necesitan más volumen. La riqueza orquestal de Wagner es tentadora pero, sobre todo al principio, cuando las voces están calentando, es el director quien debe ir con sumo de cuidado hasta que alcancen su estado pleno.
Es justo que en esta producción propia destaquemos a los artífices más sobresalientes junto al director escénico. En primer lugar, al cordobés Jesús Ruiz, que hace años que no recalaba en este Teatro, y que nos traía un vestuario céltico, pero atemporal, de leyenda, según indicaciones de Aguilera; y, efectivamente, era Wagner del siglo XXI, atractivo, funcional y de desusada belleza. La iluminación de Luis Perdiguero también fue decisiva, y de imaginativo y gran trabajo; acaso el más delicado fuese teñir de rojo pasión hasta la pantalla, magia -tecnológica- pura. Le perdonamos que intentara dejarnos ciegos con el fogonazo final, pero suponemos que pretendió que nos sintiésemos cual los amantes, en ese paso postrero de la luz cegadora del día a la oscuridad total ('donde no brilla la luz'), que implicaba la libertad eterna de la muerte.
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