La escena se puede presentar de una manera simple: un ministro abandona el Gobierno y un cierto tiempo después, aparece como consejero de una gran empresa a la que, directa o indirectamente favoreció desde su despacho ministerial o se vio favorecida por su acción de gobierno. Lo llamamos puerta giratoria, pero podría llamarse de forma más cruda: corrupción. Porque, en realidad, se trata de un mecanismo por el cual lo público se convierte en un trampolín para obtener rentas privadas.
Este fenómeno no es anecdótico ni fruto de manzanas podridas. Es un engranaje estructural que atraviesa dos siglos de historia y que tiene consecuencias tanto para la economía como para la democracia: si los políticos saben que, tras dejar el cargo, pueden ser recompensados por las empresas que hoy regulan, no es disparatado temer que el resultado pueda ser regulaciones a medida, contratos blindados u oligopolios que viven más del BOE que de la competencia. Como dice Stiglitz, los políticos modelan el mercado y lo hacen en favor de la élite a expensas del resto.
El daño económico que se produce es doble: un traspaso de rentas regresivo. La puerta giratoria canaliza dinero de contribuyentes y consumidores hacia élites, en principio empresariales (así ocurrió en la España de la Restauración con el ferrocarril, en el franquismo con la banca y la construcción y hoy con la energía y las telecomunicaciones) y un bloqueo de la competencia, ya que, cuando las grandes empresas garantizan su mayor rentabilidad gracias al favor político, se impide la entrada de nuevos actores.
El austro-húngaro Polanyi, oficial de caballería además de economista, criticaba la hipocresía de la planificación del laissez-faire, que consistía y aún consiste, en poner el aparato estatal al servicio de quienes pueden comprar influencia, dejando que el resto asuma los costes, bajo la apariencia de neutralidad, como, para no ir más lejos, sucedió en nuestras delicuescentes desamortizaciones del XIX, ejemplos trágicos de la avaricia y fraude del liberalismo manipulado, en beneficio de unos pocos.
Como se vislumbra, el problema no es solo económico, puesto que la puerta giratoria genera una corrosión lenta pero profunda en la confianza ciudadana en la política. ¿Cómo creer en la neutralidad de un regulador energético que, dos años después, pasa a la nómina de la eléctrica a la que debía supervisar? o ¿cómo confiar en un ministro de Economía que aprueba rescates millonarios y poco después ficha por un banco internacional? En
España, la lista es larga, aunque la memoria sea corta: en eléctricas, energía en general, banca. Algunos casos llegaron a los tribunales, pero en la práctica, la única condena ha sido la social en casi todos los casos. O al menos, la sociedad, es lo que percibe.
El mensaje que recibe la ciudadanía es desesperanzador: todo es legal, aunque huela a ilegítimo.
Esa brecha entre legalidad formal y legitimidad percibida mina la confianza en los políticos, en las instituciones y en la propia democracia y con máxima sensibilidad en momentos de creciente desigualdad y distanciamiento entre clases en empobrecimiento y otras, extremadamente minoritarias, en cada vez mayor opulencia y es que, siguiendo a Piketty, una sociedad debe justificar sus desigualdades, a riesgo de colapso político y social. La puerta giratoria se convierte, bajo el pretexto de aprovechar el mérito y la experiencia, en un mecanismo adicional, endogámico y elitista, de perpetuar y acrecentar la distancia y por eso cada nuevo fichaje, a menudo, genera más indignación que resignación.
En nuestro país, la Ley 5/2006, reforzada luego por la Ley 3/2015, estableció que los altos cargos debían esperar dos años antes de fichar por empresas del sector que habían regulado. Pero en la práctica, la Oficina de Conflictos de Intereses rara vez bloquea operaciones, y cuando lo hace, los tribunales corrigen o anulan. Y como todos pensamos ¿Quién vigila lo que se hace en privado durante esos dos años? ¿No desconfiarían ustedes de la intensidad y eficacia de la vigilancia, estando en manos de quienes también van a disfrutar, en breve, de la posición de “ex-algo”?
Como decimos, los Tribunales han venido a sentar que, salvo en caso de infracción legal, especialmente penal, el problema no está en la legalidad sino en la ética: la puerta giratoria, salvo casos extremos, es legal. Juristas relevantes han señalado que en España no se persigue la puerta giratoria como fenómeno estructural, solo castiga conductas puntuales, dando como resultado una institucionalización de la impunidad.
Y es que la crítica a las puertas giratorias no se agota en lo económico ni en lo político, sino que tiene, además, una dimensión ética ineludible. Desde mi humildad de abogado de infantería, no me parece casual que este fenómeno encontrara un terreno fértil en la ética protestante y el liberalismo decimonónico: advirtió Max Weber que el espíritu del capitalismo se apoya en una moral de la disciplina y del cumplimiento formal, donde la rectitud se mide más por la observancia exterior de las reglas que por la justicia de los actos, de lo que, por ejemplo, conduce a la excrecencia en política de supeditar la verdad al relato. Fariseísmo.
Esa tradición convirtió la legalidad en coartada de legitimidad: mientras la norma se cumpla, el fondo moral puede ignorarse, de lo que surge lo que podríamos llamar una moral hipócrita de la forma sin fondo, que justifica privilegios y desigualdades siempre que estén reglados.
Por el contrario, la tradición católica ha recordado una y otra vez que la política es una forma eminente de caridad, en cuanto busca el bien común por lo que, cuando los responsables públicos utilizan su cargo como trampolín para asegurarse un sillón en las empresas a las que regulaban, convierten la política en un negocio privado.
El papa León XIII advertía en Rerum Novarum (1891) que la economía debe estar al servicio de la justicia y de la dignidad de las personas, no de los privilegios de unos pocos y Juan Pablo II, en Sollicitudo Rei Socialis (1987), insistiendo en Populorum Progressio, de su predecesor, recuerda, en cierta manera, que la legitimidad de cualquier poder político se mide por su capacidad de proteger los derechos de los más débiles. Por su parte Francisco, decía, dirigiéndose a una Asociación Internacional de Derecho Penal, en 2014, que la corrupción es un pecado que debe ser curado, refiriéndose a “las transacciones comerciales y financieras, en los contratos públicos, en toda negociación que implique agentes del Estado”. El que el actual pontífice haya elegido el nombre de León me parece sugerente.
Bajando más al terreno de juego, las puertas giratorias son, además de un grave problema de ética política, un mecanismo que frena la competencia y encarece servicios, carga impuestos y tarifas sobre los de abajo y al mismo tiempo, son una práctica que erosiona la legitimidad democrática, porque la ciudadanía percibe que sus representantes legislan con un ojo en el futuro sillón corporativo que les espera.
Huyendo del populismo, pero ejerciendo el legítimo derecho del ciudadano de a pie a opinar de la res publica, pienso que, mientras no se prohíban o al menos se controlen de manera eficaz y se castiguen con sanciones reales, el Estado seguirá siendo un aparato que “compra tiempo” para las élites a costa de hipotecar a las mayorías.
No es nada nuevo, ni sencillo de resolver, naturalmente. De hecho, cualquier que observe desapasionadamente el devenir de la historia, podría llegar a concluir que la naturaleza humana es cumplir la ley principalmente por el temor a las consecuencias, en otras palabras, por el miedo al castigo y no por ética. Y desaparecida la moral pública, no hay economía sana, ni democracia viva, ni comunidad política que pueda perdurar. Dicho todo sin ánimo de tirar ninguna primera piedra.
