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¿Estáis puestos, ángeles del paraíso?

Ha sido el autor de la tercera Sevilla, la que está más allá de la dual, y de la primera Andalucía. Pero sobre todo ha sido el creador de un estilo que no deja discípulos porque los genios no hacen escuela

Alberto García Reyes

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Es el Sur de la cal y el empedrado. El Sur de los tinajones de las vacas. La Andalucía que, según Cernuda, cabe, como la lluvia, en la cuenca de la mano. Antonio Burgos es el último ajuar tartésico, el padre de la escritura con sebkas, el mayor escultor del barroco, el creador de la tercera Sevilla, la que está más allá de la dual, la que cabe en un recuadro. Es un sueño con forma de una cintura con el capote y un pecho dando frente al toro con la muleta en la izquierda, despacio, siempre despacio, como el río. Es lo infinito encajado en un azulejo de una fachada de un callejón. Es una cara de la Giralda, una letra del ABC, o una grapa, es un magnolio secreto, un dios antiguo escapado de sus propios versos, un pregón en las sombras, una voz de seise, un naranjo anticipado, una queja por seguiriya en el balcón de la Amargura, un pabilo humeando en el farol de San Lorenzo, un duelo de jacarandas con buganvillas, una puntilla del Lebrija en el pescuezo del poder, un mendigo de Murillo y una Inmaculada de Pacheco. Antonio Burgos es el búcaro del aguador de Velázquez, la fuente inmarcesible de la que ha bebido Sevilla para ser lo que es. Él se quitó la sed con Montesinos, con Mantero, con Rafael de León, con José María Izquierdo, con Núñez de Herrera. Y de su muñeca izquierda, por la que han pasado morlacos de todas las ideologías, manó de pronto el agua de la fuente de Mercurio del Alcázar. Porque en Sevilla las cosas no eran tan bellas antes. Pero cuando Burgos las contó hermosearon. Había una Catedral previa a su pluma que él nos cambió con el cincel de las palabras. Los ojos de la ciudad se miran hoy al espejo como él les enseñó. No hay un solo rincón que no lleve su firma. Por eso Antonio ha vallado el Arco del Postigo del Aceite, la cuna en la que lo meció su madre, la zapatera, y por ahí ya no va a pasar nadie más. Quien quiera seguir escribiendo sobre la tierra que le vio nacer tendrá que coger por otra calle. Su obra no tiene revisiones. No tiene discípulos. A los genios no se les puede seguir. Ahí quedó. Como hay una Sevilla de Murillo, hay otra de Burgos.

Antonio escribió que hay en Sevilla como un senado de los muertos, como una junta consultiva de los muertos. Él coge hoy la vara dorada de esa cofradía. Pero en la Cruz del Gran Poder ha quedado tallada su eternidad. Cada vez que el Señor dé una zancada a la altura del Museo, los zurbaranes y los recuadros volverán a resumir el cahíz que parió a Antonio Burgos Belinchón. Él es luz antigua, farol de gas, candil de aceite, verdina de las azoteas, vieja y dorada cruz de guía, vieja medalla con el cordón morada, la Madrugada echándose a freír en el perol de los calentitos, el zócalo, el estrado isabelino, la cera color tiniebla, el incienso del silencio o el silencio del incienso, las andas de la literatura sevillana, la media verónica faraónica, el racheo de un paso, la revirá del palio, el hieratismo, el apodo, el primer vencejo, aprendiz de aguja y jaboncillo, un puyazo de Maestranza, el pañuelo del Valle, el aljibe del Alcázar en el que bebieron las tropas fernandinas para arrebatarle el pendón a Axataf, la muralla de la Esperanza. Y es también el eco del muecín de Medina Azahara, el garum de Baelo Claudia, el levante, la última lágrima de Boabdil, el borbotón de Cazorla, la hoya de Samaruco en la que muere el Guadalquivir, la primera castaña de Fuenteheridos, el pacto de Antequera, el tarro de tinta de Casares, la bandera blanca y verde, la majagua de Villalón, el polisón de nardos de Lorca, el ritmo de los narraluces, la luz con el tiempo dentro de Juan Ramón, la voz de Rodrigo de Triana, el maullido de Rómulo y Remo, el cartucho de pescado de Pepe Luis, la esencia del Romero, el ay del Cachorro. Antonio Burgos es el Sur, símbolo y síntesis de la prosa de cal y almagre.

Me llamó el 1 de noviembre, justo después de su recuadro sobre las vírgenes de luto en los camarines, y me dijo con un susurro de golondrina bequeriana lo que se barruntaba: «Voy para el Macarena porque no me encuentro bien, no voy a poder mandar lo mío de mañana». Antonio era un reloj. Jamás fallaba. Cambiaba un artículo a la hora que fuera si había saltado una noticia gorda. Escribir era para él como el secreto de Dorian Gray. Le quitaba años de encima. Había aprendido a conjugar el oficio, ganado a la experiencia, con el talento, que se le caía de los bolsillos. Ya había hecho varios parones porque su salud llevaba tiempo siendo guadianesca, pero esta vez el tono era otro. Estaba renunciando. No sé explicarlo bien. Sólo sé que presentí que aquello era el epitafio: «Pero aquellas, cuajadas de rocío / cuyas gotas mirábamos temblar / y caer como lágrimas del día… / ¡esas… no volverán!». Noté como un frío muniqués, destino de sus nietos y de su hijo Fernando, que caía como escarcha por su garganta, ya marchita, y tomaba el volumen justo en la caja enjuta de su osamenta. Isabel Herce, la jefa de la Casa Civil, estaba preocupada. El maestro había empezado a escribir su texto definitivo. Intuyo que él se lo olía. Y como con aquel artículo del cartel para la Maestranza de José María Sicilia en el que cortaba una cabeza de toro por la mitad y lo demás estaba sin hacer, como si al imprimirlo se hubiese acabado la tinta, decidió dejar el recuadro en blanco. Desde entonces trabajan con bata negra los viejos linotipistas, las planchas de plomo han tomado pátina de Cisquero y en Cardenal Illundáin le han echado el candado al despacho del subdirector. Aquel hombre que tenía en la cabeza el periódico del día y el del futuro, el que sacó de la terna del recuadro a dos escritores de la envergadura de Manuel Ferrand y Joaquín Caro Romero, el que mostraba sus ideas sin dependencias, el que hizo de la verdad su muralla almohade, el primero que escribió columnas en verso, el que enterró a su padre con alejandrinos, el que inventó un nuevo costumbrismo, el que pregonó la Semana Santa con el chaqué del alfayate de su casa, el que bautizó a Trifón y rehabilitó a Juanito Valderrama, ese no volverá. Sus últimas semanas han sido una peregrinación de la Macarena al Rocío, de un hospital a otro, de devoción en devoción. Y su ausencia durante su enfermedad nos ha permitido dimensionar lo que perdemos: el Sur de la cal y el empedrado, la luz antigua y el zócalo, los zapatitos de la Virgen de los Reyes y el magnolio de Cernuda, la ciudad derribada y la que él levantó, la seguiriya de Moreno Galván y la habanera de Carlos Cano, la Giralda y la Caleta, la saeta y el carnaval. Su amigo Montesinos lo dejó esculpido por soleá: «Será preciso morir / para despertar del sueño / que estamos soñando aquí». Antonio Burgos ha sido un sueño andaluz. Y como exclamó el poeta Aquilino Duque, siempre en la mesilla de noche del niño del Arenal, ante la cruz del Cachorro de Triana, «quién pudo hacer que el último suspiro / de tus labios se dé a cada momento, / desde no sé qué siglos hasta ahora, / hasta ahora, para ir diciendo al mundo, / para ir diciendo al tiempo: así se muere. / Así mueren los hombres». Curro lo está suspirando también desde el burladero de la amistad. Sanseacabó. Y en el atril de la Sevilla que gime, la que va de Argantonio a Antonio, y de la Andalucía que se levanta, la que va de Tartessos al Arco del Postigo, se está escuchando el eco de Burgos como un capataz que avisa a la cuadrilla de ahí arriba: «¿Estáis puestos, ángeles del paraíso? Mira que voy a llamar».

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