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Pepe el de La Estrella

En el salón de plenos del Ayuntamiento estamos a 21 de marzo de 1983. El alcalde Luis Uruñuela entrega la Medalla de la Ciudad al Consejo de Cofradías. La recoge su presidente José Sánchez Dubé a quien acompaña un jovencísimo arzobispo Amigo Vallejo. «Como las cofradías son Iglesia —dice Dubé— esta medalla tiene que entregarse a la Iglesia y por eso, señor arzobispo, le ruego que la acepte». Don Carlos la cogió en sus manos pero sólo por un instante porque después volvió a las manos de Pepe.

Meses después, era verano, en los salones de Ochoa de Gines las cofradías convocan un homenaje multitudinario a Sánchez Dubé que acaba de dejar el Consejo después de dedicarle media vida. Le han concedido la primera y única medalla de oro de la institución. Cuando se la entrega su amigo y sucesor José Carlos Campos Camacho, don José toma la palabra. «Como todo lo que soy se lo debo a Ella, me gustará agradeceros el presente pero sabed que esta medalla tiene dueña. Su sitio es el joyero de la Virgen de la Estrella».

Estos dos momentos de la vida del hombre que acaba de marcharse sirven para clavar los perfiles más nítidos de su persona; a Sánchez Dubé no le hacían falta lisonjas ni parabienes ni regalos: con servir a la Iglesia y a las Cofradías se sentía suficientemente pagado. Sin él y sin esa generación con la que trabajó, la historia de la Semana Santa no sería tal cual ahora la conocemos.

En esta primera hora de la ausencia y puede que de manera todavía precipitada tendríamos que atribuirle al menos tres proezas capitales: encajar al mundo cofradiero en el Concilio; encajarlo también en el contexto de la democracia y blindarlo ante los intentos de manipulación política.

Era un señor. Cuando un amigo, candidato de una formación política de la derecha fue a verle a comienzo de los ochenta para pedirle los listados de los hermanos mayores al objeto de hacer campaña, Dubé se colocó de parapeto: «de las cofradías no se aprovecha ni tu ni nadie». Era un valiente.

Cuando había que demostrar ante la ciudad y ante la Iglesia que las hermandades no eran cosa sólo de gente mayor sino que andaban rebosantes de savia nueva y joven, nombró como pregoneros a dos hombres —Miguel Muruve, José Joaquín Gómez— que no llegaban a los treinta.

Y era de La Estrella, luminaria de su vida y de sus afanes. La última vez que la vio fue hace hoy cinco meses. Acudió a despedirla antes de la restauración. Las Navidades las pasaron los dos en la cínica, La Estrella en el Iaph y él en el hospital. La Virgen recibió el alta y Pepe seguía ingresado. Quizá porque La Estrella sabía ya que no iba a poder verlo en la Capilla, pasó en el furgón que la transportaba por delante del hospital para decirle que pronto estaría con Ella en el paraíso. Decirle que cuando llegara la hora, quería verlo como esos Domingos de Ramos de antes, con su medalla antigua al cuello, encabezando como diputado de cruz de guía la comitiva de nazarenos que sale a la tarde violeta de San Jacinto para hacer penitencia en un vuelo de capas blancas al viento templado de Triana.

Antaño, en el Convento de San Jacinto, los hermanos mayores de La Estrella empleaban una fórmula ritual para ordenar la salida: «Diputado mayor de gobierno: ábranse las puertas del cielo, adelante la cruz de guía». Por esas puertas acaba de entrar un diputado de cruz que guió el cortejo de su hermandad y a toda la Semana Santa. Su nombre, José Sánchez Dubé. Pepe el de La Estrella.

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