«El sesgo de confirmación es uno de los mayores peligros del periodismo actual»
Discurso de ingreso íntegro de Ignacio Camacho en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras
Apagón de luz en Sevilla, en directo: última hora de los cortes e incidencias en Andalucía

«Señor Director, señoras y señores académicos, autoridades, queridos amigos:
Este periodista cuya herramienta de trabajo es la palabra tiene hoy dificultades para hallar con ella los términos en que expresar, más allá del tópico protocolario del postulante, el emocionado honor que representa ... ser recibido en esta institución casi tricentenaria. Para alguien que desde joven ha cubierto la información de numerosos actos y sesiones de esta Casa, incluidos discursos de recepción como el que hoy pronuncio, verse en este estrado produce la inevitable confusión interior de pensar que esto le está sucediendo a otro de mayor mérito y relevancia. Entre los miembros de esta corporación, a cuya excelencia humanística, científica y académica profeso la sincera admiración de un alumno en proceso de aprendizaje, se encuentran personalidades a las que he entrevistado por su prestigio intelectual y su arraigo en la cultura sevillana; colegas que son ejemplos profesionales y también antiguos profesores que troquelaron mi formación universitaria. A todos ellos, a Rogelio Reyes Cano, a quien con toda propiedad llamo maestro por haber sido la persona que moldeó y encauzó mi vocación desde el Bachillerato a la licenciatura; al duque de Segorbe, que postuló mi admisión y se ofreció a contestar esta disertación con la gentileza y la generosidad que sabe poner en cualquier causa, y a todos los demás a quienes desde hoy, no sin cierto rubor, puedo llamar compañeros, mi gratitud por su benevolencia al acogerme en la Academia, demostración de confianza a la que sólo puedo corresponder poniéndome a disposición para lo que haga falta.
Asimismo quiero hacer público mi agradecimiento a ABC, el diario donde ha transcurrido la mitad de mi carrera y cuya trascendencia periodística y social entiendo decisiva en la proyección profesional que me ha abierto las puertas de esta sala. Y recordar a mis padres, Luis y Georgina, que supieron habitar de libros y periódicos el paisaje más inmediato de mi infancia.
Decía Ionesco que un académico es un señor que al morir se convierte en un sillón. En el que me toca ocupar se sentó antes un gigante de la ciencia española, el profesor José Manuel Rubio Recio, autoridad incontestable de la biogeografía y pionero de la conservación de ese fabuloso patrimonio natural que se llama Parque Nacional de Doñana. Su huella en la Universidad de Sevilla es inmensa, a través de una escuela metodológica de corte clásico, capaz de aunar la observación sobre el terreno con la síntesis epistemológica, el trabajo de campo con el de la biblioteca. Su profunda sensibilidad medioambientalista queda reflejada en el discurso de ingreso leído en esta Academia, una lúcida y rigurosa advertencia sobre el impacto del desarrollo tecnológico e industrial en la naturaleza y sobre la creciente desigualdad de recursos en el planeta. La impronta de su magisterio científico y humanístico incrementa el peso moral de su medalla y por tanto el compromiso de ser digno de llevarla.
Quisiera también, antes de entrar en materia, rendir homenaje de corazón a los académicos desaparecidos desde que mi candidatura resultó electa. Vicente Lleó, Manuel Clavero, Aquilino Duque, José Luis Comellas, los directores Rafael Valencia e Ismael Yebra. Figuras señeras de las humanidades, la medicina, el derecho y las letras con quienes la cultura de esta ciudad estará siempre en deuda. Sus obras y la memoria del tiempo compartido nos quedan como leve paliativo para el dolor de su pérdida.
Periódico
Mi agradecimiento a ABC, el diario donde ha transcurrido la mitad de mi carrera
Señores académicos, queridos amigos: el género de opinión, en sus diversas modalidades, es hoy el principal valor añadido de la prensa escrita, sea impresa o en cualquiera de los soportes surgidos bajo el desarrollo de las modernas tecnologías. El articulismo, literario o de análisis, constituye la materia prima que la sostiene vigente como factor de referencia ante el vertiginoso, heterogéneo y con frecuencia confuso universo de las nuevas narrativas digitales. Los periódicos ya no pueden sobrevivir vendiendo sólo noticias que el consumidor recibe por multitud de canales más rápidos y más dinámicos; han de vender identidad, interpretación, profundidad, jerarquía. Frente al turbión de datos no siempre ciertos –y a menudo absoluta e interesadamente falsos-- que circulan por los grandes agregadores de internet y las redes sociales, el periódico contemporáneo presenta un relato real ordenado, estructurado, verificado y enriquecido. Una cabecera periodística es el producto de un proyecto intelectual que ofrece una visión de la actualidad objetivada mediante la comprobación de los hechos y organizada a partir de un modelo cultural, ideológico y ético. Y el elemento diferencial de esa identidad son sus firmas, sus columnas, el peristilo alrededor del cual se articula su discurso de ideas en una conversación entre articulistas y lectores para reflexionar, desde el sentido crítico, sobre los matices y claroscuros de una realidad necesariamente compleja.
Durante mucho tiempo, más de tres centurias, esa conversación cotidiana en la que Tocqueville atisbó la raíz misma de la libertad ha discurrido en torno al papel, símbolo milenario de la expresión cultural, fuente de credibilidad y depositario por antonomasia del conocimiento de las civilizaciones. El periodismo, por su condición impresa, ha vivido en los márgenes de la expresión literaria, a veces dentro, a veces fuera y siempre con la vocación volandera de un testigo más o menos efímero de la Historia. Borges dejó dicho que los libros están escritos para la memoria y los diarios para el olvido, pero buena parte de la mejor prosa moderna, y también del debate de ideas, se ha publicado en papel de prensa. El articulismo español acrisola en ese sentido una de las tradiciones más brillantes de Europa. Larra, Jovellanos, Clarín, Galdós, Azorín, Unamuno, Camba, Pla, Fernández Flores, Cavia, D´Ors, Ortega, Pemán, Ruano, Delibes, Alcántara, Umbral, Vargas Llosa, Reverte, Vicent, Del Pozo, Gistau; o por no salirnos de Sevilla, Blanco White, Izquierdo, Juan Ignacio Luca de Tena, Guichot, Montoto, Chaves Nogales, Romero Murube, Antonio Burgos o Francisco Robles. La nómina completa nos llevaría horas. La fecunda estirpe de Larra ha dejado entre nosotros la impronta de un modo de mirar el mundo, una fórmula de hacer literatura de las convicciones a partir de los materiales inmediatos, una voluntad de contribuir a la formación de estados de conciencia. Retórica, estética y pensamiento, brío moral y fulgor del idioma: una partitura que ha involucrado a las mejores voces del castellano en la tarea de afinar el tempestuoso ruido de nuestro sistema de opinión pública. El dispositivo de escritura pensante de Montaigne, el ensayo informal de Samuel Johnson, convertidos en un género capaz de armar en dos folios, 500 palabras o menos, el andamiaje argumental de una categoría de pensamiento.
Definición
El artículo es una mezcla de ensayo urgente, de ideograma pautado en un rincón de papel o en los píxeles, y de una miniatura literaria
Porque es de eso de lo que se trata. El artículo es una mezcla de ensayo urgente, de ideograma pautado en un rincón de papel o en los píxeles de una pantalla, y de miniatura literaria en la que un instante, un detalle de la materia líquida de la realidad, fulge rescatado por un centelleo de agudeza o iluminado por el relámpago de una metáfora. Un juego con las palabras y un juego con las ideas. Una mirada lateral a los pliegues de los acontecimientos, un breve ejercicio de reflexión que saca al lector del escenario tumultuoso de la actualidad y se lo lleva de paseo entre los bastidores de la escena pública. Un mensaje garrapateado sobre una hoja que el columnista deja clavada en la pared de su tiempo como esos anuncios artesanales que penden de los mástiles de las farolas. Es literatura, sí, pero no puede ser ficción, y es pensamiento, también, pero no debe ser propaganda. Es, en esencia, periodismo, espejo sthendaliano en el camino de la Historia, pasión de contar y de explicar, relato caliente, pincelada sentimental, crónica fragmentaria que goza de permiso para resultar subjetiva pero no para dejar de ser honrada. Y se debe a dos lealtades primordiales: la primera, a la veracidad: simplemente, lo que no es real es incompatible con el periodismo y por tanto toda transgresión o inobservancia de esta delimitación cardinal debe ser desechada salvo que especifique su carácter de exclusiva invención literaria. La segunda lealtad obligatoria es a la precisión del lenguaje, al rigor de la palabra. El periodista no tiene coartada para inventar o deformar hechos ni para faltarle el respeto al idioma. No es excusa la urgencia, ni la precariedad, ni la premura, ni la rutina. La excelencia expresiva es un requisito imprescindible de la credibilidad porque la sintaxis es parte del razonamiento y las categorías de convicción se construyen a través del estilo. Más allá de la belleza, de la pirotecnia efectista o de la habilidad dialéctica, el escritor de periódicos ha de tener siempre presente que la dimensión intelectual, ideológica y hasta moral del artículo se asienta sobre la calidad de la prosa tanto como sobre la honradez y la enjundia de su fondo discursivo. Y que el mérito de este oficio se compulsa a través de la fidelidad a ese doble compromiso.
Por eso los periódicos han sido desde hace al menos dos siglos un contenedor de brillante escritura, por utilizar un término híbrido que esquive la siempre engorrosa cuestión de las fronteras entre literatura y periodismo. La gloriosa genealogía de los maestros antes citados, y de muchos más, ha acumulado en España una riquísima herencia de periodismo literario que ha llegado a convertirse en tendencia dominante del género, sobre todo durante los años de la dictadura en que la prensa tuvo censurada la participación en el debate político. En esa época, figuras como Camba o Ruano desplegaron, con sus deslumbrantes mecanismos de relojería lingüística, un extraordinario acervo de originalidad, inteligencia, sutileza e ingenio con el que vinieron a fijar un canon, un patrón, un modelo. Periodismo en la selección de los materiales, literatura en el tratamiento.
Mutación
En el universo digital, el texto periodístico se piensa de otro modo, se escribe de otro modo y, esto es muy importante, se lee de otro modo
Más tarde, durante la refundación democrática, Paco Umbral emergió desde el catecumenado ruanista como un samurai iluminado para crear con sus «esculturas léxicas», como las llamó no sin cierta ironía Pérez Reverte, una escuela de influencia decisiva en el columnismo moderno. Una síntesis de crónica social y urbana salpicada de exuberancia verbal, metralla política, memoria sentimental, posmodernidad cultural y lirismo baudeleriano que reinventó el modelo clásico en una horma determinante en el articulismo de los últimos cuarenta años. La sombra umbraliana, el mito del escritor total, volcado en el vértigo y la furia de una vocación casi suicida, creó una legión de epígonos y de un modo u otro engendró varias generaciones putativas decididas en la mayoría de los casos a continuar su legado o condicionadas por el empeño de superarlo en una suerte de parricidio freudiano. Hasta ese momento, el género era inseparable de la prensa impresa, con altas cifras de difusión, intenso ascendiente en la vida pública, significativa consideración reputacional y enorme arraigo como costumbre ciudadana. La desaparición de Umbral, justo en los albores de la transformación digital, coincide con la irrupción de los soportes virtuales, el declive del papel y de la tinta y el consiguiente proceso de evolución adaptativa que más allá de la innovación tecnológico implica un giro en la propia concepción del oficio, un punto de inflexión, un salto cualitativo que entraña por su profundidad un verdadero cambio de paradigma.
Se trata de una mutación trascendente. En el universo digital, el texto periodístico, sea cual fuere su género o su naturaleza, se piensa de otro modo, se escribe de otro modo y, esto es muy importante, se lee de otro modo. Cambia el enfoque de los mensajes y cambia su recepción. Y viceversa: la forma de leer acaba inexorablemente influyendo en la forma de escribir. Si el artículo impreso es una especie de monólogo recitado ante un espejo sin azogue, ante la cuarta pared de un auditorio a oscuras, el publicado on line resulta susceptible de la respuesta inmediata de los receptores, aunque a menudo camuflados bajo el anonimato; no deja de resultar curioso que los seudónimos de los autores hayan entrado en desuso al tiempo que se generalizan los nicks de un público acostumbrado a emitir su parecer detrás de una máscara de identidad inverificable. Ese mecanismo de retroalimentación influye en el proceso de creación y determina un nuevo campo de juego, sometiendo al articulista a un instantáneo veredicto sumarial y por lo general poco complaciente que relativiza cualquier actitud de gurú, de escriba sentado como lo definió Vázquez Montalbán, y lo expone a un permanente y directo contraste de criterios.
Pero el establecimiento de una relación interactiva entre escritores y lectores es una excelente idea que en su desarrollo práctico ha ido poco a poco malversándose a sí misma, al convertirse en un escaparate para la descalificación unilateral, el linchamiento dialéctico, la cultura de la cancelación, la agresiva queja de presuntas minorías ofendidas o la presión partidista. La teórica democratización de las opiniones a través de las redes sociales o los foros de las webs de los diarios ha devenido con frecuencia en un estruendo hostil e intimidatorio que intenta abolir la jerarquía periodística, asociándola a supuestos poderes oscuros en permanente actividad conspirativa, y cuestiona de raíz el vínculo elemental de confianza basado en la cualificación y el mérito de la firma. Un fenómeno paralelo al de la eclosión del llamado «periodismo ciudadano», ese simulacro espurio que, al igual que el curanderismo frente a la medicina, supone el desempoderamiento profesional del periodista, la negación arbitraria de su condición de técnico en hechos, como lo llama Arcadi Espada, y de su competencia como especialista en la función comunicativa.
Intrusión
El soporte define también el contenido, desarrolla su propio lenguaje y genera códigos distintos que afectan a la génesis de artículos
Así, a la habitual intrusión de los poderes y mandarinatos convencionales del sistema –el político, el económico, el cultural, incluso el deportivo-- se une en esta época la de las audiencias. El periodismo, tanto el de información como el de interpretación, ha de resistirla con la misma receta, la que el gran Montanelli identificó en la voluntad individual de autodefensa, en el coraje personal y en la afirmación de la autonomía intelectual y ética por encima de cualquier tentativa de someterla a través de injerencias ajenas. No obstante, sería ilusorio negar que internet ha cambiado las reglas. Y no sólo las de la relación entre periodistas y lectores sino las de la estructura, funcionamiento y relevancia de la prensa. Del mismo modo que el medio es el mensaje y que el órgano crea la función, el soporte define también el contenido, desarrolla su propio lenguaje y genera códigos distintos que afectan a la génesis de los artículos, a su ideación, a su estructura, a su composición y a su estilo.
Un texto leído en un dispositivo móvil, que en la actualidad es la principal vía de acceso a los contenidos de los periódicos, desencadena una percepción diferente a la del formato impreso. En primer lugar, el interés del receptor es desigual, su atención más ligera y menos sostenida, y su prioridad más concentrada en el asunto que en la forma expresiva. Digámoslo sin tapujos: el público de la prensa digital tiende a perder interés por la construcción formal del discurso para centrarse en una suerte de bulimia informativa, en el consumo rápido de información y de ideas, aunque éstas últimas a menudo no pasen de lemas y consignas acuñados con técnica publicitaria. El auge de las redes, con sus mensajes esquemáticos de un número limitado de caracteres, está menguando o encogiendo la hipotaxis mental, el pensamiento complejo. Y si cambia el hábito del lector, el escritor no puede sustraerse a ese cambio, de tal modo que el articulismo está comenzando a mutar también sus pautas conceptuales y lingüísticas para aclimatarse a los nuevos estándares, en los que la necesidad de hallar un fraseo abreviado, directo, sincopado, desnudo, adaptable a la réplica viral, impone una simplificación del razonamiento y de la misma construcción literaria, de la que con frecuencia desaparecen matices, datos, precisiones, detalles.
Por ahora sobrevive en las grandes cabeceras fundadas en papel el artículo tradicional, concebido y escrito en un molde analógico aunque publicado en versiones mixtas. Incluso en las publicaciones digitales nativas, donde está naciendo una especie de burbuja de columnismo que acabará decantada en la prueba de contraste del talento, el proceso de creación de sus piezas de opinión continúa por lo general respondiendo al antiguo canon, en el entendimiento tácito de que la mayoría de sus lectores son aún adultos formados en la textualidad, en un entorno mental literario. Pero más allá de que queda un tiempo, todavía indefinido, de coexistencia o de mestizaje, el proceso de reconversión está ya decidido y es imparable porque las nuevas generaciones tienen lo audiovisual en el centro de su lenguaje y porque en el actual marco económico los costes de impresión, producción y distribución resultan cada vez más inasumibles para las empresas editoriales. Aunque probablemente no para todas: si el libro resiste en su formato tradicional es en buena medida porque sus editores han querido resistir, porque han decidido defender las virtudes y el crédito intelectual del modelo clásico, porque han continuado apostando por su proyecto en vez de devaluarlo al aceptar uno extraño y tratar de incorporarse a él sin confianza, sin certezas y con retraso. Y esa elección, en uno u otro sentido, tendrá consecuencias. Pero los errores o aciertos de esa metamorfosis no constituyen materia de esta intervención, que se limita a constatar sus efectos y alcances sobre un género periodístico en plena transición hacia esquemas renovados como fórmula de continuidad y supervivencia a corto y medio plazo.
Impacto
El articulismo moderno se mimetiza con la tensión de una sociedad sobreagitada por la convulsión de la política
Porque de una cosa podemos estar seguros, y es del valor referencial del artículo, en papel, en internet o en cualquiera que sea el medio de difusión que el futuro alumbre. Es ya un hecho la mengua de su dimensión literaria en aras de un mayor enfoque interpretativo, ideológico, doctrinal o incluso propagandístico. Sin embargo, su trascendencia en la identidad de una cabecera continúa incólume y será difícil que pierda esa aureola de prestigio. Umbral lo llamó el soneto del periodismo, y también el solo de violín que da realce a una de partitura sinfónica. La primera metáfora queda ya relativizada por el hipertexto en la medida en que su extensión abierta relaja la precisión armónica impuesta por la forzosa tensión formal de la distancia corta. La segunda sigue vigente en tanto que representa lo subjetivo, la creación individual que enriquece y subraya el sentido global de la obra. No es por casualidad ni capricho que los textos de opinión y análisis constituyan el núcleo primordial de los paquetes «premium», de los contenidos accesibles sólo a través de suscripción; las compañías editoras saben que se trata de sus elementos medulares, distintivos; el tractor principal de lectores de pago frente a los contenidos abiertos y gratuitos que recogen las noticias accesibles a través de otros muchos canales en flujo informativo continuo.
No es posible, sin embargo, soslayar el impacto disruptivo de la migración digital en las claves mismas del género, en la transformación paulatina pero firme del estilo, del lenguaje, del planteamiento, al punto de que puede afirmarse que el articulismo, o columnismo como lo suelen llamar los anglosajones en una terminología que remite a la original formulación impresa, se halla en una fase de renovación de conceptos. No sólo en cuanto a la forma, el esquema retórico o la estructura, que en el hipertexto quedan desvinculados, como se ha señalado más arriba, de las limitaciones espaciales con la consiguiente transformación de la secuencia expositiva. Tampoco sólo en el descarte progresivo de los guiños cómplices del humor o de una ironía que en el ceñudo fragor del ciberdebate corre serio riesgo de no ser entendida; ni en el progresivo orillamiento del repertorio clásico de la glosa, de la exégesis costumbrista, del detalle cotidiano elevado a categoría, de la reflexión más o menos abstracta o intemporal sobre las circunstancias de la vida. Más allá de todo eso, el articulismo moderno se mimetiza con la tensión de una sociedad sobreagitada por la convulsión de la política –ahora y siempre el verdadero termómetro que mide la temperatura de los medios-- y de una opinión pública envuelta con pasión trincheriza en el choque de las ideologías. La interactividad de los lectores introduce en este contexto una reclamación combativa capaz de cuestionar el principio de veracidad, o al menos de honestidad intelectual, que sustenta la tarea periodística. Y sitúa al escritor de prensa ante la inaceptable sugestión de olvidar por conveniencia que su misión no es cambiar la realidad sino contarla, descifrarla, explicarla o al menos ayudar a entenderla, aunque ese compromiso moral signifique en ocasiones situarse a contraviento de su propia audiencia.
Sesgo de confirmación
La polarización ha provocado que muchos no busquen en los medios un relato de hechos veraz, sino una confirmación de sus prejuicios
En este sentido, el sesgo de confirmación es uno de los mayores peligros que acechan al actual periodismo. No es un fenómeno reciente; de hecho el principal vínculo de los lectores con las cabeceras ha sido siempre el proyecto ideológico o cultural que organiza el discurso informativo alrededor de un conjunto de valores compartidos. Lo novedoso es su agudización, su transformación en el elemento casi exclusivo de identificación y de selección de contenidos, al extremo de preterir cualquier atisbo de ecuanimidad o de serenidad en beneficio de una interpretación de la realidad basada en enfoques oblicuos. La intensa polarización social ha provocado que muchos lectores no busquen en los medios un relato de hechos veraz, siquiera aproximadamente objetivo, sino una confirmación de sus propios prejuicios. Y esa exigencia de autoafirmación genera un efecto de arrastre capaz de convertir a la prensa, la radio o la televisión en terminales metapolíticos que cuando no transmiten enunciados lineales de los partidos seleccionan sus materiales con criterios de afinidad sectaria o de simple agrupación de instintos. Se vuelven previsibles, por unívocos, bajo la presión de una clientela enfervorizada que ya no demanda tanto relatos limpios y opiniones libres como prédicas proselitistas, arengas, soflamas. Ese fenómeno resulta esencial en la pérdida de credibilidad mediática, pero al mismo tiempo retroalimenta una relación viciada con un público impregnado de sensibilidad doctrinaria ante la que cualquier cautela profesional aconsejaría tomar cierta distancia.
El articulista, como elemento referencial, queda así atrapado en una pinza perversa, una dinámica letal en la que es su propio público el que a menudo le pide que abdique de su independencia y hasta del periodismo de ideas para convertirse en mero repetidor de contraseñas políticas o en abanderado de divisas ajenas. Únase a ello la reciente incorporación en las redacciones de medidores del tráfico que transmiten en tiempo real el número de lectores de cada texto en un descarnado ejercicio de estímulo de la competencia. El contador de clicks introduce en el periodismo el factor viciado de la valoración cuantitativa, que subordina el rigor, la calidad y la profundidad a la acumulación numérica de visitas y amenaza con empujar a los profesionales menos seguros de sí mismos a una letal deriva de sensacionalismo o de superficialidad populista.
Por una parte, la búsqueda obsesiva de titulares con «cebo», el llamado «clickbait», que según Miguel Ángel Bastenier convierte el periodismo en un acertijo, así como la creciente tendencia a alargar el tiempo de lectura –es decir, de permanencia en la web-- a base de deconstruir la tradicional narrativa de pirámide invertida, son técnicas que desplazan la iniciativa del autor y le enajenan la soberanía sobre el conjunto de su texto para depositarla en el efecto de sugestión de la audiencia. Por otro lado, el uso de palabras seleccionadas según las estrategias de posicionamiento en buscadores, conocidas por el acrónimo inglés SEO, constituye otra creciente intromisión en la autonomía periodística. El poder que los expertos en esa técnica acumulan en el proceso de toma de decisiones de los diarios tiende a transformar la esencia del oficio sometiéndola a la cada vez más poderosa tiranía del algoritmo. Afecta a la selección de los temas y del lenguaje, determina en muchas ocasiones la agenda informativa, sustituye el imperativo de la realidad por el de la demanda y merma la iniciativa de los profesionales para establecer su propia escala de jerarquías y prioridades. Se trata de un fenómeno que trasciende al género de opinión para invadir la concepción global del periodismo, cuya esencia consiste en elegir qué temas y qué hechos merecen ser contados o analizados, con el correspondiente ejercicio de riesgo que implica asumir responsabilidades. La posibilidad técnica de conocer de inmediato las preferencias del público está creando un periodismo a la carta, cuya oferta viene determinada por la conversación en el ciberuniverso y, en particular, en las redes sociales, sacralizadas como una suerte de personificación del mercado.
Audiencias
La posibilidad técnica de conocer de inmediato las preferencias del público está creando un periodismo a la carta
En cierto modo, la independencia profesional está hoy tan amenazada por la inercia propia de ceder al populismo de las audiencias como por la interferencia externa de los tradicionales poderes fácticos. Son formas distintas, pero convergentes, de arrebatar al periodismo, tanto en el plano colectivo como en el individual, el control sobre su propio trabajo. Si esta profesión pierde o, lo que es peor, cede su capacidad de incomodar, de sacudir conciencias, de publicar lo que otros no desean ver publicado, y se deja arrastrar por la corriente de un conformismo acomodaticio o pragmático, se convierte en un mero recopilador de datos o un altavoz de debates ajenos en los que quedará siempre reducido a un rol prescindible, accesorio, tal vez fácil pero inevitablemente secundario. Y a la larga, ni siquiera rentable como estrategia para sobreponerse a la crisis de las cuentas de resultados. La mengua de influencia, el menoscabo de la solvencia o el seguidismo acrítico no salen baratos cuando acarrean la disipación de un patrimonio de integridad y liderazgo. Mucho menos cuando la información o el análisis quedan al servicio de lo que Vargas Llosa ha llamado la civilización del espectáculo. La amarga profecía de Neil Postman, formulada respecto a la televisión y antes de la irrupción de internet, se está cumpliendo en su máximo grado: la trivialización cultural, el predominio de las emociones sobre la razón y hasta sobre la propia evidencia de los hechos, genera un efecto de realidad distorsionada en el que el los ciudadanos se mecen con la falsa seguridad de un avestruz con la cabeza escondida en su regazo. Pero la prensa no puede ser cómplice de ese espejismo por miedo al rechazo; su función deliberativa, su cometido como agente del delicado equilibrio de las libertades públicas en la sociedad abierta, implican la necesidad de asumir un rol necesariamente antipático.
El filósofo Gabriel Albiac me dijo una vez que escribir pensando en los lectores significa la muerte del escritor, en tanto somete su albedrío soberano e interfiere su libertad creativa. Delante de la pantalla o del folio en blanco, el autor, sea narrador, poeta, ensayista o articulista, sólo se debe a la responsabilidad imperativa de seguir el itinerario que le dicte su conciencia crítica. Y si eso lo hace impredecible, tanto mejor, por cuanto significa que esa conciencia no está encarrilada en ningún cauce de pensamiento dirigido ni de obediencia reduccionista. En el periodismo, además, sea de información o de opinión, media la realidad como línea roja cuya servidumbre de honestidad delimita cualquier tentación de hipérbole, adulteración interesada o incursión transfronteriza. Ahí, no en el lenguaje, ni en la adjetivación, ni en las metáforas, está la verdadera linde no sólo entre el periodismo y la ficción literaria, sino entre el periodismo y la propaganda. Los materiales, los argumentos, las hipótesis y las conclusiones de un artículo son y deben ser siempre libres y volar como tales, pero han de partir de hechos fidedignos, veraces. Hablo de realidad y no de objetividad porque el texto de interpretación implica en su propia naturaleza un enfoque propio, un prisma intransferible, una mirada subjetiva que incluye por supuesto juicios de valor y tomas de postura de índole política. Lo que no cabe en él son conclusiones basadas en apriorismos dolosos, especulaciones inconsistentes o falsas premisas, y menos si responden a guiones diseñados en laboratorios de consignas. En el momento en que eso ocurre, y ocurre a menudo, el periodismo renuncia a su función legítima para adentrarse en la zona pantanosa de la intoxicación, el bulo o la prédica propagandística. Esa clase de técnicas de seducción mental que ciertos gurús de la cohesión han bautizado como «posverdad» o «realidad alternativa», cínicos eufemismos posmodernos de lo que siempre hemos llamado vulgares mentiras.
En palabras del profesor Félix Ovejero, la trama de un artículo de opinión es o debería ser la propia de todo proceso argumentativo: una secuencia de afirmaciones que avalan una conclusión. Una tarea en apariencia sencilla siempre que cada una de las aseveraciones mantenga vínculos razonables con la realidad o, más modestamente, no resulte incompatible con ella. Al columnista –«minero del metal de las verdades» en feliz hallazgo de Manuel Alcántara- no se le piden tanto certezas como la suficiente integridad para establecer sus razonamientos e inferencias sobre presupuestos factuales y noticias ciertas. Verosimilitud en el sentido de Popper, unas mínimas garantías epistémicas. Un anclaje en la realidad, en suma, que no retuerza la verdad para encajarla a martillazos en la horma de unos intereses o unas ideas previas.
Debate de ideas
El fenómeno de las tertulias de radio y televisión lleva tiempo ejerciendo un influjo de retroalimentación que dibuja un halo de menoscabo
A este respecto, el fenómeno de las tertulias de radio y televisión lleva tiempo ejerciendo sobre su correlato escrito un influjo de retroalimentación que ha acabado por dibujar un halo de menoscabo sobre la totalidad del oficio. En primera instancia, por el efecto de suplantación del debate partidista mediante la conversión de estudios y platós en simulacros parlamentarios donde el planteamiento bipolar empuja a menudo a los participantes a asumir de facto roles sectarios prefabricados. En segundo término, por la ya mencionada deriva del formato audiovisual hacia el espectáculo, hacia el enfrentamiento artificial, la simplificación retórica y la trivialización del diálogo. Y en último lugar, por el mecanismo subrepticio que presenta el análisis sociológico o político como una extensión o variante de los programas rosas o deportivos, con su carga de seguidismo banderizo y su característico tono de bronca, de escándalo y de ruido.
La naturalidad con que el periodismo se ha dejado encajar en una clasificación ideológica de trazo grueso desenfoca la profesionalidad, la banaliza en un estrecho sucedáneo proselitista y dilapida su esencial patrimonio de independencia arrastrándolo al barro de una superficial contienda de trincheras cuya reputación negativa rebota sobre la fiabilidad genérica de la prensa como creadora de opinión pública documentada y seria. En el «negocio de la persuasión», como lo llama el columnista americano Bret Stephens, el éxito se mide por la confianza y la confianza cuesta mucho tiempo y mucho esfuerzo merecerla. Lionel Barber, ex director del influyente «Financial Times», define la credibilidad como el resultado de ofrecer al público razones para aceptar que lo que el periodismo publica son hechos comprobables y opiniones honestas. Hay un trabajo que hacer en ese ámbito, y nos corresponde a los articulistas: el de devolvernos a nosotros mismos la estima por el valor intangible de la solvencia.
Y no hay otra manera de hacerlo que honrando las bases primordiales y las pautas eternas del oficio. La independencia de criterio, que no significa necesariamente imparcialidad ni neutralidad; la dignidad del lenguaje, el gusto por el decoro expresivo; la disposición de ánimo para aceptar el desafío que la realidad plantee cada día a los tabúes, a los prejuicios, a la rutina de los argumentarios prestablecidos; la apertura de espíritu; el sentido crítico; la lealtad a los hechos frente al relativismo cognitivo. Y también la humildad para dimensionar el valor de nuestras propias opiniones y en consecuencia huir de la presunción axiomática, de la resbaladera del dogmatismo, de la tendencia a creer que la complejidad del mundo cabe en el breve espacio de un comentario sucinto. Los periodistas estamos para contar y explicar lo que le pasa a la gente, como escribió Eugenio Scalfari, no para cambiar su destino. Y el roce o la cercanía con los políticos y las élites dirigentes es una servidumbre necesaria que en ningún caso debería empujarnos a la militancia o al activismo.
Contraste de la información
El día que los medios pierdan el monopolio de la verificación y el contraste será una catástrofe porque no habrá modo de distinguir las mentiras de las verdades
Estos principios son inmanentes en el tiempo, o deben serlo si queremos que el periodismo siga formando parte de los mecanismos de control y equilibrio de las sociedades democráticas. Nadie puede predecir hasta dónde llegarán los cambios culturales determinados por la revolución tecnológica y su proceso de destrucción creativa, pero si alcanzan a alterar los fundamentos de la prensa, como están alterando ya los de la política, la libertad de información se empobrecerá al desaparecer los filtros de la veracidad de las noticias. Los medios han perdido el monopolio de la intermediación, y eso tal vez sea una novedad saludable, pero el día que pierdan también el de la verificación y el contraste será una catástrofe porque no habrá modo de distinguir las mentiras de las verdades y el flujo informativo, base imprescindible de las decisiones ciudadanas, quedará en manos de los fabricantes de rumores y espejismos virtuales. A merced de las grandes maquinarias de intoxicación global interesadas en un orden de democracias frágiles.
Desde el punto de vista de un simple escritor de periódicos esta clase de reflexiones podría suscitar el escepticismo que invadía al protagonista de «El americano impasible» cuando se preguntaba por el papel de Dios en los desastres de la guerra. «Dios es asunto de editorialistas», decía aquel personaje de Graham Greene, «y yo sólo soy un reportero». Sin embargo, el compromiso periodístico involucra desde los editores y directores hasta el gacetillero más modesto, en tanto todos somos meros administradores, o depositarios, del derecho a la información, pero nunca sus dueños. Y por supuesto el columnista, en buena medida portador de las señas referenciales de su medio, queda especialmente obligado a ser consciente de la responsabilidad deontológica de ese privilegio. A meritarlo sin arrogancia narcisista, sin aspavientos ni sobreactuaciones, con el ego bien sujeto y la percepción clara de su función de intérprete de una actualidad contingente en continuo movimiento. A aportar reflexión frente a la ansiedad, calma frente a la compulsividad, razón frente a la sentimentalidad. La velocidad del progreso no le obliga a interpretar el futuro, ni mucho a menos a tratar de inducirlo con trucos de oportunista o imposturas de demiurgo. Lo que le toca es analizar las claves de un presente incierto, volátil, convulso; desbrozar con vocación de servicio público la maleza creciente de supercherías esotéricas, mercancías narrativas averiadas y otras modalidades del ciberinfundio.
El resto de la tarea pertenece al territorio de la inspiración individual, de la intuición, de la elocuencia, del talento. La preceptiva académica es unánime al considerar el artículo como un género abierto en el que cada autor elige sus rasgos, su personalidad, su método. El secreto del artículo se tiene o no se tiene, afirmaba Umbral, y es imposible descifrar las claves de ese misterio o elaborar recetas y plantillas normativas que aseguren el éxito. Sólo a este respecto hay tres breves y claros preceptos generales a los que al menos conviene deber cierto respeto: uno, el de tratar bien la lengua española y si es posible arrancarle algún destello. Dos, evitar aburrir sobre todas las cosas, regla que Ruano y Alcántara consideraban el primer el mandamiento. Y tres, no insultar, ni aun bajo el cómodo pretexto de esas mayestáticas batallas culturales que por lo general se acaban reduciendo a banales escaramuzas ideológicas cuando no a vulgares denuestos. La costumbre del mote, el dicterio, el agravio `ad hominen´, no es como creen algunos de sus cultivadores una muestra de chispa ni de ingenio, sino un recurso rancio, inelegante, que empobrece la argumentación, enfanga la escritura y rebaja la dialéctica al primitivismo del garrotazo goyesco.
Tarea
El compromiso del articulista empieza y termina en el artículo, con toda su grandeza pero también con su carácter perecedero
El columnista, analógico o digital, posee un instrumento principal de convicción, que es el razonamiento, y otro de persuasión, que es el estilo. Y al igual que la autonomía de criterio, el estilo no se negocia porque es un ingrediente capital de la originalidad, del sello del autor, de su impronta, de su capacidad y madurez para desarrollar una expresión innovadora. Para diferenciarse de la cháchara diletante y de la perorata solipsista, el artículo de calidad exige un uso versátil, coherente, preciso y atractivo de la prosa. Ética y estética, en definitiva, en proporciones discrecionales pero armónicas, combinadas en una composición de arquitectura intelectual y lingüística de naturaleza tan híbrida y tan heterogénea como la temática sobre la que está construida. Y aunque, como queda dicho, el estilo del artículo contemporáneo esté en buena medida determinado por la evolución de la tecnología, su relevancia en el resultado final es la misma: se trata del motor que pone en marcha el mecanismo de lectura comprensiva.
Deseo terminar esta disertación afirmando la necesidad de que el columnista del siglo XXI sea consciente de la medida exacta de su cometido, que la reverberación virtual tiende a desfigurar deslizándola en la tentación de la autoficción banal o de un protagonismo excesivo. Decía Santos Discépolo, como recoge el gran escritor argentino Jorge Fernández Díaz, que se había pasado media vida en busca de la obra maestra, definitiva, que trascendiese a lo que él llama «los tanguitos» … hasta que cayó en la cuenta de que su verdadera obra maestra, la que le había procurado un sitio de honor en la música popular, eran precisamente los tanguitos. Del mismo modo el compromiso del articulista empieza y termina en el artículo, con toda su grandeza pero también con su carácter perecedero, coyuntural, efímero. En esta profesión uno vale lo que su último escrito y por eso ha de volcarse en él, morir en cada texto como si fuera el definitivo aunque se sepa consciente del privilegio de resucitar cada día para volver al principio. Su misión no consiste en quitar o poner gobiernos ni en precipitar procesos históricos, y es más que dudoso que una columna, por brillante que luzca o contundente que resulte su arsenal requisitorio, logre perdurar en el tiempo o cambiar una sola decisión de voto. Por más que el mito del cuarto poder haya agrandado en la prensa la sensación de importancia, los periodistas sólo somos jornaleros de la palabra obligados como Sísifo a subir la piedra del deber cada mañana. La nuestra es una voz coral cuyos registros individuales sólo tienen sentido en el conjunto global de la conversación democrática. Pero si esa voz colectiva se apaga, o si es suplantada por el tumulto de una jungla digital poblada de fraudulentas atribuciones de representatividad ciudadana, lo que queda es una sociedad ensordecida y desinformada, al pairo de la intoxicación, la demagogia, la falacia y demás técnicas de manipulación de masas. El esfuerzo del columnista se justifica así cada vez que un lector encuentra en su texto un encuadre distinto, un dato, una observación, una sugerencia, un matiz de la actualidad que le haya pasado inadvertido. Y para esos ineludibles instantes de abatimiento que provoca la angustia de monologar en el vacío siempre queda el recurso de acogerse a un viejo adagio del oficio: en caso de duda, periodismo.
He dicho.«
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