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RELOJ DE ARENA

Bernardo de los Reyes, azules rejas

Su casa en el Rocío fue el lugar de encuentro de las reinonas del arte y del casticismo aristócrata sevillano.

Bailando con Lola Flores RCHIVO FAMILIAR

Félix Machuca

Más que azules eran celestes, el color de su Calle Real, el color de la divisa de su fe, de la hermandad de los chorreones de Castilleja de la Cuesta, donde Bernardo de los Reyes entregó su corazón para ser quien fue. Sin la Calle Real hubiera estado huérfano, sin raíces, a merced de cualquier ventolera como la que cantaba aquella sevillana: «No me abandones Rocío, aunque me falte la fe, aunque camine perdío, y a tí no sepa volver».

Las raíces bien profundas, hasta llegar a los sótanos turdetanos de la Calle Real, para hacer de aquel color seña de fe y de identidad. Su casa del Rocío, haciendo esquina con la calle Princesa Sofía, tenía las rejas pintadas de celeste, su bandera junto con la de España, como si fuera embajada de la calle larga de Castilleja en los arenales rocieros. Y la carreta familiar, en sus costados, llevaba dos tortas grandes de aceite, símbolo inequívoco de la industria familiar. Así que las azules rejas, donde los amantes se daban las quejas, se convertían en la casa de Bernardo en el Rocío en rejas celestes , ese color inmaculado que gasta el cielo de Castilleja cuando se ponen a repicar las campanas, locas de alegría, el Domingo de Resurrección.

Y esa misma alegría, ese dispendio y generosidad de domingo tan señalado, donde Bernardo salía con un carrito de Carrefú hasta la corcha de bocadillos para repartir y la bandera inmaculadista al viento, era el que se vivía en aquella casa decorada de forma exquisita, como solo podía hacerlo un tipo tan elegante y fino como él. Era anticuario y sabía distinguir lo viejo de lo antiguo; la plata de la alpaca y el mantón de Manila de los del montón.

Hay un documental de Ricardo Pachón, titulado «La última caravana», donde se aprecia ese salón de la casa de Bernardo sin un resquicio de mal gusto ni pretensión rociera, que haberla hayla. Magníficos espejos con molduras de caoba, cerámica granadina en las paredes, caza mayor disecada a ambos lados del tiro de la chimenea y un salón enorme, como un plató de televisión de los años noventa.

En ese salón vemos a Joaquín Pareja Obregón tocar al piano sevillanas inmortales para que la elegancia y la gracia personificada de un Bernardo las borde bailando y tocando los palillos como un danzante griego. Rufino de los Reyes , su primo segundo, lo recuerda bailando en la Calle Real mientras él le cantaba, tan selecto y pinturero a la vez, para encontrarle en sus maneras aires de Enrique El Cojo. Bernardo era elegante por don genético, por la gracia de los que lo parieron. Alto. Delgado.

Exquisito con sus camisas de seda y sus pañuelos al cuello. Tenía aires de galán de película de David Niven. Yo lo conocí ya mayor y seguía igual de alto, delgado y exquisito. Hasta el punto que no había perdido el porte que lo llevó en sus años más mozos a ser modelo. Modelo en la pasarela . Y modelo de gente y bien estar que no dejó de serlo nunca, ni siquiera cuando un maldito error judicial lo hizo pasar sus horas más duras en la charca sin aire de Ranilla…

En aquella casa del Rocío donde llegaba Bernardo tras un camino indescriptible se cantaba, se bailaba y se rezaba. Una casa repleta de magia, donde se mezclaban aristócratas castizas y folclóricas reinantes, sangre azul y pasión española, al final todas juntas y reunidas bajo la monarquía de los blasones y de los Reyes de aquel reino sin par: Rocío Jurado, Paca Rico, Lola Flores, María Jiménez, Dolores Vargas, Matilde Coral… Era una casa de rejas celestes y puertas abiertas y güisqui a to pasto, como se encargaba de recordar Bernardo a sus invitados.

Por si hubiera duda de que el anfitrión tiraba la casa por la ventana, sus primos, los Hermanos Reyes, le dedicaron unas sevillanas que resumía la generosidad de sus manos rotas: «La carreta de Bernardo no lleva flores, pero lleva una bolsa con muchos jamones, Ay que salero, la Loli cuando hace ese puchero».

Un sobrino nieto de Bernardo, Miguel Sánchez Chaves, rememora la buñolada que, todas las tardes noche del domingo previo al lunes de Pentecostés, se montaba en aquella casa. Antes de que la Virgen la sacaran los almonteños, preludiando el gozo de una madrugada de lágrimas, pulsos acelerados y repelucos de emoción, en un perol de brillos camborios, con aceite verde de los molinos del Aljarafe, se hacían buñuelos para un regimiento .

Una vez, Lola Flores, paras evitar el impuesto de la fama, se disfrazó de hombre para ir a rezar al santuario. Así y todo la descubrieron. Y nadie descarta que fuera ese mismo día en el que ella, por vez primera, acuñara la frase de su vida: si me queréis, irse…

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