Hazte premium Hazte premium

FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Cementerio de San Fernando: épica de la muerte en blanco y negro

Recorrido por el camposanto de Sevilla, un museo fúnebre con famosos inquilinos en el que el arte vence a la muerte, en la celebración de los Fieles Difuntos

El cortejo fúnebre de Joselito pasa ante la escultura de Juanita Reina J. M. SERRANO

AURORA FLÓREZ

Noviembre, en la rememoración inevitable de la muerte , se dibuja insultante en las estridencias vivas de las flores. Los colores imposibles y tersos de la vida vegetal, convertida en fruslerías de homenaje a los que cruzan el cancel de forja, se topan con la imagen de la Soledad de San Lorenzo en eterna misión. El anacronismo ferial y abigarrado persigue la mirada a las puertas del cementerio de San Fernando , ante las que sucumbe el inmaterial tranvía número 13, detenido en la media luna de raíles que llevan a ninguna parte, y a las que sigue llegando el carrito fantasma de los muertos con la madreselva de la Venta de los Gatos prendida en una becqueriana mano inerte.

Con el anual recuerdo a los difuntos vaga el tiempo más entretenido en la gracia y la desgracia del camposanto, con oleadas de respiraciones y vaivenes de atención al aseo de las tumbas que transforman la vista del último recinto del río manriqueño que va hacia la mar, que es el morir. Allí se llega por un camino principal con nombres de Fe, Esperanza y Caridad y epicentro en la glorieta del Cristo de las Mieles de boca dulce y eterna tristeza, sobre el otero en el que yace su hacedor, Antonio Susillo , reposando en tierra sagrada merced a la intervención de Cayetano Luca de Tena , alcalde de Sevilla cuando el atormentado escultor acabó con su vida a los 41 años, el 22 de diciembre de 1896.

Su fin, junto a las vías del tren a la altura del muelle de la Barqueta , traslada a los tiempos de arrebatos posrománticos decimonónicos en la patria chica de Bécquer , que sabía tanto de la soledad de los muertos cuando aún nacían los poetas del 98; años melancólicos que trajeron a enterrar a Sevilla a una de las más grandes románticas, la cubana española Gertrudis Gómez de Avellaneda , a la tumba donde quiso reposar en la tierra que le recordaba a su amor platónico, Ignacio de Cepeda , y de la que quisieron exhumarla no hace mucho para retornarla a la isla.

Años antes, en 1852, se inauguró el cementerio de San Fernando, que engulló sus primeros cadáveres el 1 de enero del año siguiente. Fueron Manuel Abril y Antonia Ruiz , de 43 y 41 años, parroquianos de Santa María la Blanca , fallecidos por «calenturas», quienes inauguraron en Sevilla la higienización de la muerte, destinada a acabar con los enterramientos en parroquias y collaciones.

Fotos post mórtem

Sevilla tenía por aquellas calendas a su primer fotógrafo dedicado a los muertos, Luis León Massón , que importó el recuerdo post mórtem tan del gusto victoriano. Puso estudio en la calle de las Escobas, donde recibía los encargos para conservar la estampa del ser que se iba para siempre. El fotógrafo subía a los finados a las azoteas para aprovechar la luz del sol. Contaba el profesor Miguel Ángel Yáñez Polo , que junto a su mujer, la «señora de Luis», vestían a los finados, les ponían gotas de glicerina en los ojos para simular el brillo vital y carmín para esconder las ojeras.

La tanatofoto quedaba en la familia y el cadáver iba hacia el nuevo cementerio, convertido con los años en un recinto en el que la belleza del culto a la muerte fue capaz de espantar el horror que conlleva gracias a la arquitectura, al jardinismo, a la escultura...

Las cinco de la tarde

Del épico paso después de morir queda la evaporación de la existencia en la memoria. Se sublima en la impactante fotofija de un entierro: el de la perfección que cortó Benlliure en el denso aire fúnebre del traslado del cuerpo de Joselito , tremenda materia lívida de mortaja de Carrara sobre el bronce de quienes lo lloran, como si fueran siempre las cinco de la tarde en la mirada al cielo de Ignacio Sánchez Mejías con toda la muerte a cuestas, mientras Lorca iba escribiendo para él que las heridas quemaban como soles inválidos para robar el frío a los cuerpos muertos y un niño desdoblaba una sábana blanca de mármol que se antoja áspero. La Macarena marca el camino en manos de la gitana. Su pelo negro, su pelo de copla de último minuto, detenido en la vereíta que no cría yerba, se esconde en el metal de Juanita Reina , que mira, en la atalaya de sueño de trampantojo en la calle Parras, cómo se materializa el cortejo del torero. Su rival, Juan Belmonte , macareno de la Ancha de la Feria que fue «pasmo de Triana», descansa tras el disparo bajo la inmortal austeridad negra del mármol: la decisión dura, cuajada en cubismo mortuorio para querer ganar en la noche del toro la tragedia del deseo yerto.

Distancia y gloria. Las representaciones artísticas atrapan al visitante con la asepsia de la distancia y la admiración

Contra el olvido. Torereros, artistas, escritores... el cementerio permite un recorrido que los saca de los olvidos

Paquirri , enorme y aristado, en su desplante al espacio; El Espartero , escondido en la ruina de la columna de su juventud rota por el asta que lo devolvió a Sevilla para que Fernando Villalón , el poeta ganadero de espuelas de plata y barboquejo a la barba, pidiera luto a la Giralda al paso del coche tirado por ocho caballos negros, gualdrapas negras, negros atalajes y mayorales con fustas ornadas de lazo negro. Resuelven el olvido de la realidad Gitanillo de Triana , que dejó teñido de luto el arrabal en otra temprana muerte, o Manolo González , envolviendo amores secretos en la muleta derramada, sosegado ya en el niño que sostiene su estoque.

Son dioses revividos del cementerio, sevillanos de tumbas de arte que atrapan al visitante con la asepsia de la distancia y la admiración por la gloria, que se alarga como la sombra tétrica de los cipreses para alcanzar mausoleos en los que los arquitectos ensayaron, en casitas para ilustres muertos, los nuevos lenguajes de la destrozada Sevilla de finales del siglo XIX y principios del XX… Espiau, Talavera, Gómez Millán o Aníbal González , que en su panteón oculta otra agonía, la del Cachorro .

Aunque iguala a todos, la muerte compone un paisaje que traslada las clases, las pretensiones, las humildades, los excesos, las culpas y las idiosincrasias al camposanto. De la críptica Dogaresa que protege insobornable la tumba de su pintor, José Villegas Cordero ; de la efusión de la raza, regando excesos para atenuar el pegajoso silencio; del templete de los curas párrocos y los cenobios funerarios de las monjas hasta el penúltimo duelo anónimo que acaba de despedir en el cementerio… de la vida a la muerte hay una urdimbre de horizontes de cruces . Cruces, cruces y cruces para el último viaje sin sol de infancia replicando versos de ausencias en la diáspora de los epitafios.

Al fondo, confundida entre nichos desconchados, llenos o vacíos de viejos, jóvenes, y agresivos juguetes y chupetes polvorientos de las calles de los párvulos, hay alguna breve verdad del quevediano polvo enamorado más allá de la muerte; del hueso olvidado en la fosa común, del recodo donde las coronas de flores se pudren amontonadas, basuras del ritual de la postrera demostración humana de amor que se irán perdiendo en la podredumbre a la vez que el humo denso que sobrevuela la ciudad micronizado en la desesperante catarsis del fuego. Queda la ceniza mezclada con el desvelo para guardar registro de los últimos restos... polvo serán, polvo somos y en él nos convertiremos. Gris sobre la frente, en los ojos, en la respiración, en los labios, en fusión de eterno blanco y negro .

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación