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Coronavirus Sevilla

Las costumbres sevillanas que el Covid se ha llevado por delante

Los besos, las bullas, la alegría de las calles... La ciudad es el mismo escenario por el que pasan actores disfrazados de fantasmas

Cerrados Sevilla capital, Alcalá de Guadaíra y otros 16 pueblos de la provincia de Sevilla

Una bulla en la calle Trajano durante la Semana Santa ABC
Javier Macías

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Hoy la ciudad está apagada. La pandemia ha roto el engranaje que le da la vida, que son sus costumbres . Sale el sol pero en la calle sólo se ven sombras deambulando. Este virus ha sumido en una tristeza infinita a la Sevilla que se desborda, la de las tradiciones legadas, los usos y las formas que la identifican y la hacen única. La ciudad de hoy no tiene nada que ver con la de hace un año. Es un mismo escenario al que le han cambiado los actores. La muerte de la calle es un hecho . Agoniza en la música de la mujer que toca la canción rusa una y otra vez, bendita sea, con un acordeón en la calle Sierpes . La que se agarra a la vida con el aroma a incienso en la Punta del Diamante , el perfume de la nostalgia que es una lanzada en el esternón. A la ciudad sólo le queda el «me alegro de verte» y el «a ver si nos vemos» sin pararse, que ya no es de ojana sino la pura verdad, y la consiguiente pregunta a tu señora: «La verdad es que no me acuerdo del nombre». Se llama Sevilla, que al darte la vuelta ya te ha dado la puñalada.

Está tan triste, que ya se suspenden los actos inaplazables y más simbólicos. En la Catedral, para no haber, no habrá ni las bodas de plata y de oro . Hoy todo es plomo, que pesa demasiado frente a la mesa de camilla, el Glovo y una serie de Netflix, que es la única empresa que se está forrando. Por eso se han inventado el «Neflicofrade» , para que la ciudad vea pasar su propia vida a través de la tele... pero con sevillanía.

Este año no ha habido ni el olor a castañas asadas , ni el puesto del palodú , el del algodón de azúcar , la garrapiñada o el chorrito del coco (¿alguien lo ha probado alguna vez o es un adorno?). El gitano de los globos anda desaparecido. Hace meses que no suena el «oooh» de la Campana cuando a un niño se le escapa el Pocoyó que se pierde por el cielo de una ciudad fiambre. En esta capital del bucle, este año no hay reloj que mida el tiempo. No le vimos la espalda al negro, aunque llegó volando con el globo de Dora la Exploradora en la víspera de Reyes. Pero no es lo mismo. En Sevilla las cosas son como son, y aquí la Estrella de la Ilusión tiene que pedirle permiso a la Esperanza antes de cruzar la muralla. Todo se lo ha llevado este año el viento, hasta al Heraldo , que acabó en Montequinto.

Y aunque el calendario marque que la Cuaresma está a la vuelta de la esquina, aquí no hay nada en su sitio. Esto parece Burgos ... no el maestro del recuadro de las cosas nuestras, que sigue escribiendo a la lumbre del farol de cruz de guía. ¿Estáis puestos? Papelones de pescao frito de después del cabildo, al que siempre le sobra el trozo de pescada frío; coches pitando detrás de una parihuela en una noche de invierno; cornetas y tambores que resuenan a la orilla del río; olor a alcohol y a bicarbonato sódico de la limpieza de plata; cartel de «se hacen capirotes» de la Puerta de Carmona; mujer que cose cartones al ocaso de una tarde en una silla de enea en plena calle Huelva.

Un papelón de pescado frito Juan Flores

Nada está puesto, ni se pondrá en este otro bucle pandémico. Se ha perdido la tertulia encendida: «¿Martes Santo al derecho o del revés?». No habrá noticia en este ABC que anuncie que este año tampoco se habrá arreglado la Madrugada, porque la reforma será para el año que viene. Eso sí que es una tradición de Sevilla. Como la llegada del boletín al buzón anunciando el calendario para sacar la papeleta de sitio o la calle cortada por dos policías porque hay tres vía crucis cruzándose. «¿Más pasitos? ¿Qué van a dejar para Semana Santa?», se lamenta el sevillano malaje. Este año no habrá niños subiendo y bajando la rampa del Salvador, no habrá privilegiados de la priostía ocultando cuándo se subirá la Virgen al paso o la saya que va a llevar este año. Nadie mirará el tiempo un mes antes del Domingo de Ramos, ni habrá debate en las redes sobre la fiabilidad de los partes con tanta antelación o las cabañuelas. No habrá quinario a Marvizón ni a Antonio Delgado en la radio, porque no hará falta. Esta Sevilla es tan distinta que le pedimos a Dios que traiga la lluvia al Viernes Santo, que truene justo a la hora en la que el Cachorro expire en Triana.

Las costumbres más de aquí están en el más allá. Ricardo no sabe si poner la croqueta de bacalao los viernes de Cuaresma o mantener la vigilia todo el año con la que está cayendo. Sixto, el del Eslava , ha hecho obras para ampliar la barra. Ya no hay aforo del 500% en el metro y medio de ancho, donde desde la quinta fila nada más entrar el camarero ya pregunta «qué va a ser». Ahora caben dos en tres metros.

Ya no hay viejos tomando la copita de aguardiente en el desayuno para entonarse antes de la partida de dominó. Ya no hay bullas en el Salvador, en la Mina, la Fresquita, Cateca o Las Columnas a cualquier hora de la tarde. No suena el reguetón en la calle Arfe y hasta los vecinos lo echan de menos. Cuántos meses hace que no amanece Sevilla con la peste a orín en las estrecheces después de una noche en las cercanías de la Cuesta del Rosario . Se ha perdido hasta el atasco en la del Caracol un sábado a primera hora camino del exilio en Huelva cuando se van los fríos. En este invierno permanente, no hay esqueleto que crezca al final de Asunción . La única portada es la de periódico cada día en el quiosco de la vuelta de la esquina. No se ven colas de mujeres pacientes en Velasco para comprar complementos o en Julián López para la tela de los trajes de flamenca. Lo que se lleva ahora es el pijama, la bata y el programa de Manuel Lombo .

Hay besos y besos

Y luego están los afectos. Sevilla es la ciudad donde los hombres se saludan con dos besos como símbolo de masculinidad . Y aquí todos sabemos que, si se dan en la misma mejilla y de forma sonora, es que ahí hay dos costaleros de Villanueva . Besos, como los que llevamos robándole a nuestros abuelos desde hace casi un año ya.

Hay besos y besos en Sevilla, como los que los hijos dan a sus padres en plena euforia en la grada del Villamarín o el Pizjuán cuando marca el equipo. A veces esos son los únicos besos que damos los herederos. Ahora los valoramos. Costumbres perdidas que hieren como puñales sólo al recordarlas. Tradiciones como el olor a pipas y a cigarrito de la felicidad en el estadio y el clásico grito como el que no quiere la cosa... «¡Niño, apaga eso que me estoy mareando!» . Nada más que hay fantasmas los domingos en el Cástulo, el Jamaica, el Huracán o la tienda de Rosi, en Heliópolis. O en La Espumosa, el Flamingo o el Europa en Nervión. Las previas han sido arrebatadas, como el litro compartido.

La Sevilla de la turismofobia llora como la bella Susona por los callejones de la Judería la falta de guiris asomados desnudos a los balcones. Se ha perdido al cochero de caballos quedándose con el rubio colorado de las chanclas y los calcetines al pasar por la Torre del Oro : «Se llama así porque ahí se guarda todavía el oro que vino de las Américas». Ese ya se perdió, pero las costumbres sevillanas regresarán. Ya lo dijo El Lebrijano: «Lo que Sevilla te da, no te lo quita nadie».

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