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Reloj de Arena

Emilio Fernández «Caracafé»: el azúcar de su compás

Natural de las Tres Mil es caló, guitarrista, flamenco, filántropo y un sobreviviente de la epidemia de lo urgente

Caracafé con los niños de las Tres Mil Viviendas VANESSA GÓMEZ

Félix Machuca

Por las venas le corre sangre que marca el tiempo viejo de su estirpe. Un abolengo sin blasón donde se funden faraones y gallinas de corral, bendiciones de Isis y de Tamara, oro nubio y cobre de peroles granaínos. Es más gitano que una corona de romero. Y más puro que el suspiro hondo de una oración al Manué. Por si no he dado pistas suficientes les adelanto que Emilio Fernández de los Santos es caló, guitarrista, flamenco, misántropo y un sobreviviviente de la epidemia de lo urgente. El tiempo no lo miden los relojes. Lo marcan las manillas de aquel peluco que quiso detener la Lole para no separarse de sus sentimientos. Aunque sus primeros años se registran en las Canarias, Caracafé, es cien por cien producto natural de las Tres Mil Viviendas. ¿ Caracafé ? Lo leyó usted bien, amigo. Caracafé. Prieto por el bronce de la gente de su nación, su hija, con tres añitos, lo bautizó así por amor. La niña tenía un peluche al que llamaba Colacao o Caracafé. Un día se fue para él, le hizo una caricia y le dijo: ¡ay mi Caracafé! Y sonaron las campanas de Roma y de Sevilla, del cielo cayó un repelón de duros de plata y pocas veces hubo un bautizo con un nombre puesto con tanta ingenuidad como cariño. Y Caracafé es, desde entonces, el torrefacto más dulce de las cafeteras de los calorro.

Undibé le dio un don para que los hombres no lo tomaran en vano. Como cuenta el Doctor Keli , músico como él y con el que ha colaborado en las bandas sonoras de tres películas y en un spot para el jeep Cherokee, Emilio Férnández es capaz de sacarle música a la cuerda de una persiana. En su casa el flamenco era un miembro más de la familia. Y el oído se le hizo a los ayes y a los oles. A las bulerías y al dolorcito de los fandangos. Cuando por fin su padre pudo comprarle la guitarra de la que se había encaprichado, con escenas de berrinches delante del escaparate para que el papa se gastara el jurdó, se encerró en su casa para conocerla, tratarla y camelarla. La primera frase que le sacó a la de las caderas anchas fue un La muy sencillito que a Caracafé le sonó como el concierto de Aranjuez. Y desde entonces hasta hoy, no hay tono que se le esquine, ni nota que se le rompa como un cristal por un mal aire. Por eso ha tocado con Pata Negra, Niña Pastori, Pepe de Lucía, Manuel Molina, Marina Heredia, Manzanita, Juana la del Revuelo… Con Pata Negra tiene una actuación para la historia de los escándalos roqueros. Se retrasó Diego Amador para salir a escena por una cuestión de maqueo personal y toque en la melena que lo entretuvo en el hotel. El caso es que los altavoces se acoplaban, pitaban como si fuera un tren por Despeñaperros y la gente se mosqueó una barbaridad. Estaba sonando «El blues de los niños» , con esa letra tan surrealista y cómica: «Ay mamita mía dime si las aceitunas tienen patas/ y la mare le decía/ya te has comido una cucaracha». Diego apareció justo para hacer su solo de piano. Pero ya la gente tiraba de todo y hubo que marcharse sin despedirse, tajelando con la Pata Negra convertida en pasos largos.

En un Rocío de noche eterna y vasos llenos, con la compañía de Dieguito Carrasco, Moraíto Chico y algún guerrero más, fueron de casa en casa en una especie de promoción de Caracafé. Porque a casa que llegaban, Moraíto decía siempre: «¿Pero habéis visto cómo toca este gitano?» . Y Caracafé tocó la guitarra más que en todos los potajes y caracolás que los veranos del flamenco se encargaron de cocinar. Con Manzanita hizo una gira excepcional. Pero acabó por hacerse objetor de huevos fritos con cebolla, el único plato que pedía el maestro, que tenía un repertorio cortito para sentarse a la mesa. Una vez mandó que le hicieran con el hueso de un jamón una especie de guitarra, a la que le sacó música de cinco jotas para arriba y la paseó por el mundo acompañando a Israel Galván . Genio al fin, le encanta tocar sobre la silla tirada en el suelo de costado, colocándole un cojín a la superficie que queda útil, para sentir la guitarra más cerca de su corazón. Ese corazón es mástil, cuerdas y uña. Y tiene sitio para otras armonías, otras partituras. En las Tres Mil los niños lo llaman tío Emilio . Caracafé se miró en el espejo de aquellos críos que bailaban, cantaban, tocaban en la calle pero con un futuro sin luceros ni versos, un romancero triste sin lunas lorquianas con las que los gitanos hacen collares y anillos blancos. Ay Dios, ampáralos, parece que se dijo. Los acogió y enseñó para convertirse, con la fundación Alalá, en un filántropo al que adoran como a un padre y al que admiran como a un genio. Quizás alguno de ellos salga con el café de su arte y el azúcar de su bondad. Un compás tan sublime como aquel piano de Lorca…

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