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El hombre que salvó al Cachorro

Entre el humo sofocante y la ingrata sorpresa del montón de cenizas al que quedó reducido la Virgen del Patrocinio, un hombre, Rafael Blanco Guillén, fue el héroe discreto y humilde que en 1973 salvó de las llamas al Cachorro. Por él, Triana y Sevilla ven cada Viernes Santo la prodigiosa imagen del Cristo de la Expiración, que desgrana a cada paso su agonía eterna.

Rafael Blanco Guillén, en su casa de Alcalá. J. M. Serrano

SEVILLA. A las tres de la tarde del 26 de febrero de 1973, a la hora de abrir el polvero que había frente a la Capilla del Patrocino, Rafael Blanco Guillén, un joven alcaraleño de 27 años, casado cinco meses antes y con su mujer embarazada de dos, alertado por unos muchachos que transitaban en coche por la calle Castilla, vio que la iglesia estaba ardiendo por el humo que salía de la claraboya.

En ese momento, este hombre trabajador, humilde y sentimental, se convirtió en el salvador del Cachorro, en un héroe que fue aclamado en aquellos días por Triana y Sevilla y que luego la hermandad olvidó.

En unos instantes se formó un gran revuelo en la arteria del arrabal trianero, la gente corría, lloraba, pero nadie se decidía a actuar. «Dios está arriba y no me pasará nada», se dijo Rafael trepando por la fachada del templo.

«Me subí por una puerta chica a la iglesia, desde allí a una ventana y después a un balcón -cuenta Rafael-. Estaba la puerta cerrada y rompí un cristal de una patada. No conocía el interior de la Capilla y todo estaba lleno de humo. Pero me pegué a la pared hasta llegar a la escalera y quiso Dios que diera con la puerta. Las llamas llegaban al techo y la Virgen del Patrocinio estaba ya hecha un montoncito de cenizas. El fuego lamía los talones del Cachorro».

Rafael, herido en una pierna y completamente negro de humo, tiznado, -tal y como lo vería su mujer, asustada, cuando horas después llegó a casa- cogió un jarrón de flores y apagó el fuego que amenazaba la talla del Cristo de la Expiración. Después abrió de par en par las puertas del templo y fue entonces cuando entraron los bomberos y algunas personas que luego se atribuyeron la coautoría de la salvación del Cristo.

«El Cachorro está aquí dentro, en mi corazón», y con orgullo y sin pizca de soberbia dice: «Gracias a mí sale el Cachorro todos los Viernes Santos»

En aquellos días, la prensa, la radio y la televisión acosaron a Rafael, a quien en agradecimiento a su valentía y heroicidad la Hermandad le regaló una pequeña televisión Elbe en blanco y negro, una cuna de acero inoxidable y una sencilla canastilla con ropita para el bebé que iba a llegar, además del agradecimiento del entonces hermano mayor, Carlos Elliot, quien después dirigiéndose a un policía que impedía la entrada de Rafael en la iglesia dijo: «deje entrar a este muchacho, gracias a él tenemos al Cachorro».

«Muy sentimental»

Rafael Blanco Guillén, hoy pensionista, acaba de perder a su padre y a su suegro en el transcurso de menos de diez días y convalece de una rotura de mandíbula. Sus ojos se llenan de lágrimas al recordar aquel día «porque soy muy sentimental y me emociono».

Junto a su mujer reconoce haberse acercado mucho tiempo después a la Capilla del Cachorro y no haber podido entrar, porque quien salvó al Cachorro y estuvo tan cerca de él, quien apagó el fuego que lo amenazaba, no es capaz, de puro sentimiento, de acercarse al Cristo.

«Aquello fue muy grande -dice Rafael con los ojos llenos de lágrimas- Rafael, que al llegar a su casa temió haber hecho daño al Cristo con el agua con la que extinguió el fuego, se pasó dos días sin comer. Recuerda de ese día «los cirios doblados por el calor, la Virgen ardiendo. Luego la gente iba a comprar cachitos de la Corona de la Virgen del Patrocinio... se me pasaron por la cabeza el Cautivo de Alcalá y la Virgen de la Esperanza», su hermandad de Alcalá de Guadaíra, de la que forma parte desde hace muchos años y en la que ha realizado distintos cometidos cofrades.

El olvido

Pero Rafael Blanco Guillén tiene una espina clavada: «La Hermandad no se acordó de mí hasta que se cumplieron las bodas de plata, a los veinticinco años del incendio, nunca antes. Me llamaron para invitarme a una función principal de Instituto, seguida de almuerzo y misa, actos a los que iba a asistir el cardenal Bueno Monreal, a los que no pude asistir por enfermedad de mis padres». «No se preocupe, me dijeron, lo dejamos para otra ocasión y hacemos un acto más íntimo. Y todavía estoy esperando». «Me hubiera gustado que hubiese diálogo y cordialidad entre ellos y yo. Me hicieron, creo, hermano honorario, y también a mi hijo, pero no se han acordado de mí», repite una y otra vez, dolido, Rafael.

Un reconocimiento

Niega Rafael haber querido en nungún momento protagonismo o compensaciones económicas. Sin interés alguno, sus quejas son tan mansas y tan sencillas como él mismo: el boletín de la Hermandad, alguna carta, una llamada...

Quizá olvido, desencuentro o descuido, pero son las marcas que hoy hieren a este hombre franco, profundamente cofrade, que sufre y que pide, sin palabras y sin gestos gradilocuentes, un reconocimiento sentimental. Por él, gracias a él, héroe anónimo, el Cachorro narra su agonía desde Triana.

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