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El rincón de...

Manuel Romero Tallafigo: «Los vinos personales que Elcano llevó en su segundo viaje eran de Jerez»

Acaba de publicar el libro ‘El Testamento de Juan Sebastián El Cano. Palabras para un autorretrato’ (Editorial Universidad de Sevilla y Consejería de Cultura) Y uno no sabe a quién preguntarle: si al escritor o al paleógrafo

Manuel Romero Tallafigo posa para ABC Juan Flores

Félix Machuca

Hace suya la frase de Cicerón: ‘Te he visto por tus cartas’. Manuel Romero es catedrático emérito de la Hispalense en Paleografía y Diplomática. Y como Cicerón, descifra a sus personajes por sus manuscritos.

Tiene en su haber 130 publicaciones, entre artículos y libros. Ha sacado a la luz la historia escondida en archivos, como los de Medinaceli, Medinasidonia, Protocolos y el General de Indias. Reconoce a antiguos alumnos en archivos y bibliotecas que visita en sus viajes.

Nació en ese barrio poderoso y bello de Sevilla que es Sanlúcar de Barrameda . No puede con la suciedad de nuestras calles. Y valora como un tesoro la arboleda que nos sobrevive. Es un placer escucharlo… incluso cuando habla del Betis.

Cercana su muerte, en alta mar, en pleno Ecuador, Elcano testa a Urdaneta su última voluntad. Y usted descubre que era un marinero con dos amores…

Tenía una mujer en Guetaria, Mari Hernández, que la tuvo virgen y moza. La otra era de Valladolid, María Vidaurreta, que tenía que estar casada con otro.

¿A cuál de las dos les deja más patrimonio?

A la que tuvo virgen y moza. Quizás por cargo de conciencia como él mismo reconoce en el testamento.

Pero nunca reconoce a ninguna de las dos como esposa. En el testamento dice que la de Valladolid es la madre de sus hijos…

Siempre dice la madre de mi hijo y la madre de mi hija. Un archivero del siglo XVIII puso al margen del testamento: madre soltera.

En ese testamento hay cosas muy curiosas. Por ejemplo: llevaba tres barricas de vino blanco, queso, pescado seco, trigo. ¿Por qué?

En el primer viaje, o sea en la primera vuelta al mundo, todo el vino era de la ‘marca’ de Jerez, en el sentido geográfico de la palabra. En su segundo viaje, que es cuando testa, los vinos más abundantes son de Betanzos y Rivadavia, pero tres barricas de vino blanco de Jerez llegan por vía marítima a La Coruña. Expresamente para él.

¿Esas tres barricas de vino blanco llegan hasta la línea ecuatorial sin remontarse?

El vino blanco, según demuestro en el libro, era el que mejor se adaptaba a los viajes trasatlánticos, no se remontaba. Por lo tanto podemos estar seguro que el vino era de Jerez. Quizás lo reservó para negociar con un cacique indio a cambio de especias.

¿Lo del vino blanco era por una cuestión de gusto, de mercado o por qué razón?

Los tratadistas de la época afirmaban que el vino blanco se vomitaba mejor que el tinto. Y en alta mar hasta los marineros se marean.

Además era muy atildado. Llevaba un armario que ni el de un galán de cine…

Era un hombre que llevaba en su armario una capa, cinco elegantes jubones, tres sayos, dieciséis calzas a juego con los jubones, una chamarra, dos chaquetas y veintiuna camisas.

¿Tantas?

Claro. Para poder cambiarse en alta mar donde no se podía lavar con agua dulce.

Un cuñado suyo que lo acompañó en el viaje llevaba una gallina, casi la de los huevos de oro.

Todos los días ponía un huevo que era un manjar bendito. Dejó solo de poner huevos, por el frío, en el estrecho de Magallanes. Le ofrecieron cientos de ducados por la gallina. Nunca la vendió.

En el testamento aparece su firma dos veces, una firma temblorosa y que presagia su próxima muerte. Pero es que la del escribano aparece más quebrantada de salud.

Todos los mandos de su nao habían comido un pescado y enfermaron por la ciguatera. El escribano murió seis días antes que Elcano. Todos los que compartieron aquel pescado murieron intoxicados. Así lo cuenta un marinero de Lepe, Juan de Mazuecos.

El heredero universal de su patrimonio testado era el hijo tenido con la novia de Guetaria, pero nombra a su madre usufructuaria. ¿Prevaricó?

No, porque él decía que sus bienes fueron ganados en servicio del Rey. Eran bienes castrenses y de libre disposición.

Usted es un consagrado paleógrafo. Y siempre ha sostenido que la firma de una persona lleva el alma de la misma…

El alma llega a la mano que escribe. Piense en un violinista o un pianista.

En un mundo como aquel, la firma real era la carga simbólica y objetiva del peso de la Corona. Creo que había una liturgia para saludar un documento real.

Cuando se pronunciaba el nombre del Rey, virreyes y gobernadores, se quitaban el sombrero de la cabeza y besaban el sello real. Previamente, los documentos se lo habían pasado por la cabeza.

El peso de la firma fue tal que hasta se usó el de una santa…

En la sala del tesoro de la catedral de Toledo se exhibe esa firma en la cruz pectoral del cardenal Reig Casanova. La firma es de Santa Teresa y se recortó de una de sus cartas.

Felipe II fue más lejos aún con un libro escrito de puño y letra por San Agustín…

Era el libro de Baptismo y lo colocó en el altar de las Reliquias de la iglesia del Escorial. Felipe II sabía que el pulso del santo era más valioso que sus huesos. O sea, la firma no pasó por el pudridero.

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