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Mariano Bellver: «He llorado despidiéndome de mis cuadros»

El mecenas repasó este martes, una a una, todas las obras de su colección, que ya sólo podrá volver a ver como un ciudadano más en el museo de la calle Fabiola

Muere Mariano Bellver, el gran mecenas de la pintura Sevilla del último siglo

La casa de Mariano Bellver, ayer durante los primeros trabajos de desalojo de sus obras J.M. SERRANO

Alberto García Reyes

Mariano Bellver ha fallecido este 23 de noviembre en su casa de Sevilla, apenas un mes y medio después de cumplir su sueño de ver inaugurado en la capital hispalense el museo con la colección que donó al Ayuntamiento hispalense. En esta entrevista, concedida el pasado junio cuando arrancaba el traslado de las obras, el mecenas relataba un proceso que se prolongó por casi 15 años.

En un lateral del patio, donde la fuente pone música a los cuadros del museo oculto que hay justo enfrente del Museo, está colgado el primer lienzo que compró. Mariano Bellver recorre los pasillos de su casa a solas, obviando la maraña de cámaras que han cruzado su umbral para asistir al desmontaje de su tesoro. Contempla cada obra con los ojos acristalados. En unos instantes, toda su vida comenzará a salir por la puerta. Ante la Puerta de San Miguel repujada en plata por su abuelo, Ricardo Bellver, que tiene en su despacho susurra: «No recuerdo exactamente cuándo compré el primero». Es un «Santo Tomás de Villanueva dando limosna a los pobres» . De José de la Vega Marrugal, un enigmático pintor sin biografía, pero abocado a ser siempre el primero en la casa de don Mariano. El primero que entró y el primero que sale. Los operarios lo descuelgan para embalarlo y el mecenas prefiere marcharse a otra estancia. Ojos que no ven, corazón que no siente.

«Han sido 14 años hasta llegar a este momento y en todo este tiempo siempre he pensado en el día de hoy». Su colección, adquirida no sólo con dinero, sino con mucho conocimiento, es la mejor antología costumbrista del mundo . Sobre la lavadora hay un lienzo de López Cabrera. Junto al cajón de los medicamentos cuelga un Pinelo. En una mesita situada bajo una «Pastora» de Humphrey Moore hay una foto de la Macarena, otra de la Esperanza de Triana y otra de la Virgen de las Aguas. Bellver no tiene un museo. Vive en él. Las babuchas, los bastones y los ventiladores son indicios de que esa casa no ha sido para él, ni para su mujer, una afición, sino su vida. Ambos duermen junto a un Villegas Cordero y se sientan a charlar a la vera de un nazareno de la Macarena pintado por García Ramos . Le rezan a un Niño Jesús de impecable factura escultórica que conservan en un templete de plata descomunal. La vista no tiene ninguna posibilidad de evadirse. En cualquier parte hay algo de valor. Pero tal vez la mejor alegoría está en la cómoda del salón. La parte inferior de un apabullante cuadro de Gonzalo Bilbao está tapada por un reloj de porcelana: absolutamente todo, incluso el arte, que se presume eterno, depende algo tan frágil como el tiempo.

El propio Bellver lo confirma en la conversación que mantiene consigo mismo mientras le desvalijan la casa: «Cada vez que he pensado en este momento, me he preguntado: ¿qué tendré en mi cuerpo cuando vea cómo se llevan todo esto? ¿Me he equivocado, no me he equivocado? Esta mañana he dado varias vueltas por toda mi casa despidiéndome de mis cuadros, casi hablando con ellos para comunicarles que he estado muy a gusto, pero que ahora ellos van a estar mejor». Son sus hijos. Los hijos que nunca tuvo. Cientos de obras de pintores de la talla de Cabral Bejarano , Domínguez Bécquer, Wssel de Guimbarda, Jiménez Aranda , Esquivel, Alfonso Grosso, Sánchez Perrier o Romero Ressendi. En apenas dos semanas, todos habrán dejado el hogar, incluido el «Niño Jesús de la espina» , su lienzo mimado, un anónimo que podría ser de Murillo.

Junto a las aspidistras y potos del patio, al son del agüilla de la fuente, los operarios envuelven en cartón el «Santo Tomás de Villanueva». Bellver observa el proceso de reojo mientras camina hacia su salita, donde ha decidido esconderse. Pero la leve ráfaga que ha lanzado le ha servido para percatarse de un detalle: la pared que cubría ese cuadro tiene una grieta. El mecenas se sienta en el sofá a supurar en soledad su inmensa generosidad, que es como su casa. La felicidad a la vista de todos y la herida por dentro.

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