El hidropedal, ese invento español que nos divierte y nos condena
Ramón Barea, de origen vasco, lo patentó en 1893 y lo presentó en la playa de La Concha

«Artefacto flotante», así lo catalogan algunos papeles en materia de propiedad y seguros. Y qué bien le queda el título a esta embarcación que apenas navega. Que está, en el imaginario colectivo de los vivos, en cualquier playa española desde tiempos inmemoriales, con una presencia especialmente notoria en las zonas más turísticas del litoral. Su invención, sin embargo, sí tiene una fecha concreta. Y también autoría: de un español.
Ramón Barea, así se llamó el donostiarra que el 3 de junio de 1893 patentó el hidropedal. Fuera de estas fronteras lo reconocieron. Así, mereció la Medalla de Oro y un diploma de la Academia de las Ciencias de Francia. En la Exposición Universal de París de 1900, presentó esa creación que no ha evolucionado demasiado y que todavía hoy nos divierte y nos condena con sus rumbos difusos, bamboleos febriles entre las olas y mañanas de batalla familiar cuando entre los tuyos habita un escaqueado que finge grandes esfuerzos limitándose a posar sus pies en los pedales.
Las imágenes de Ramón Barea echándose a los mares que bañan La Concha, en San Sebastián, han pasado desapercibidas hasta nuestros días. Aquello fue un bautizo. La carta de presentación al mundo de un tipo que confiaba en su artilugio. A danzar por la superficie del agua se marchó con la boina calada, gafas, poblado bigote y botas negras. Con el semblante orgulloso, propio de quien pedalea agarrado al manillar que han originado sus manos. Sabía que funcionaba. Más que testado estaba.



Como las sombrillas, los bañadores y los cuerpos, desde hace décadas tiñen la arena de mil colores. Han variado sus materiales, y la mayoría se fabrican en fibra: rojas, verdes, azules. Con toboganes y sin ellos. En Málaga y Huelva. Por Cádiz, Valencia y Perth, ya en Australia. Yo he visto siniestros cementerios de pédalos, como también los llaman, con aspecto de decadencia circense al sufrir el abandono. En uno de los embalses de la Reserva Natural del Castillo de las Guardas, por ejemplo, yacen quietos mirándose unos a otros; tienen cabeza de cisne.
Alquilarlos, entre amigos, supone transformarlos en verdaderas atracciones de feria. Pululan, siempre cerca de la orilla, en la franja habitualmente de mayor oleaje, anunciándose con risas ordinarias y espontáneas. Lo popular navega en patín, otro sinónimo. Y los patines, por eso, nos igualan entre conversaciones de piratas e intentos fallidos de regatas que van cambiando libre albedrío su objetivo.
Son, asimismo, la resistencia. Se impusieron, dada su fácil manejabilidad, aunque nunca llegue a conseguirse del todo, a la vela ligera entre los navegantes sin titulación. Llegó el windsurf a las costas españolas y ellos siguieron ahí, junto al hombre que bajo la sombrilla los gestiona. En la actualidad, cuando el kitesurfing y ese sinfín de derivados que orbitan a su alrededor se han popularizado entre todos los públicos, permanecen tumbados en desigual hilera, allí donde veranea el pueblo que no se avergüenza de sus tortillas.
Que el chupa-chups le haya robado protagonismo entre los inventos patrios al hidropedal resulta escandaloso, cuando es más visual y goza de presencia en todo el planeta: de Gales a México y Japón, así que piensen en Ramón, este año, al surcar con risa y torpeza los más leves océanos.
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