Martes, 23-12-08
ERA tan especial, tan rara avis, que hasta distinta ha sido su forma de irse, desaparecido en el mar como Robert Maxwell, aunque su embarcación fuese mucho más discreta porque de los tiempos felices del pelotazo había aprendido a huir de la ostentación. Rafael Álvarez Colunga, Lele en el siglo, fue algo tan infrecuente y tan necesario como un andaluz emprendedor, un rico generoso y un auténtico liberal, que empezaba su liberalismo por la amplia disponibilidad de su dinero para cualquier causa. Mecenas cultural, artístico y del folclore; promotor de academias y fundaciones, agitador de círculos y voluntades, financiador caudaloso de iniciativas políticas y sociales, dedicó su vida a tratar de vertebrar un poco la desarticulada sociedad civil andaluza, cuya clamorosa ausencia de una burguesía independiente ha propiciado el paso casi sucesivo de un régimen autoritario a otro clientelar. Su amable flexibilidad y su pragmatismo sonriente le convirtieron en un personaje imprescindible de la Andalucía contemporánea, interlocutor simultáneo de gobierno y oposición, muñidor de acuerdos y plataformas de encuentro, dispuesto siempre a propiciar cualquier oportunidad de consenso o de diálogo.
Como presidente de la patronal, convirtió al empresariado andaluz en un lobby y fue precursor, con Borbolla y Chaves, de los acuerdos de concertación a tres bandas -la tercera eran los sindicatos- que luego aplicaron sucesivamente Aznar y Zapatero. Vestido de marinero al timón del yate que ha acabado costándole la vida, declaró una vez que los empresarios tenían que ser como camaleones, capaces de teñirse del color del que manda, provocación que le costó no pocas críticas que resbalaban por su coriácea y altiva piel de hombre de mil facetas. Muchos de los que le denostaban acabaron yendo a pedirle favores o dinero. Lo entregaba igual para hacerle una estatua a un torero o a un cantaor que a la madre del Rey; para obras de asistencia que para conservación del patrimonio; para el PP que para candidaturas minoritarias, y en la transición le puso literalmente un piso al Partido Comunista. Nunca dejó de mirar por su tierra: quiso fundar un banco andaluz, financió al PA, promovió el flamenco y sostuvo el tejido empresarial autóctono a base de sacarles fondos a los socialistas, con los que bailó un ambiguo rigodón de acercamientos y distancias. Naturalmente sacó también provecho de su agenda para sí mismo, y en su afición por los carruajes y las fiestas ofreció en ocasiones un perfil demasiado folclórico que pintaba de superficialidad su intensa bonhomía. Pero siempre conservó la elegancia personal y moral de un tipo abierto, afable, tolerante y despejado.
Colunga fue un liberal verdadero, antidogmático, caballeroso, pactista, respetuoso y flexible. Sabía perder y no era arrogante en el éxito. Encajaba las críticas con señorío y nunca abandonó el humor ni la sonrisa; recién victorioso de un cáncer, predicaba con finura y estilo la alegría de vivir. Hombre de secano, la muerte le esperaba entre olas y se lo ha llevado en una siniestra, extraña parábola sobre los desafíos del azar. En su epitafio debería estar el verso que Federico dedicó a otro de su misma estirpe: tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura.