La Monumental se indulta a sí misma
La plaza de Barcelona comenzó ayer su cuenta atrás con gritos de «¡libertad», en un clima de agonía y resignación
Era «Els segadors», pero parecía un réquiem. A las seis y media de la tarde, justo al iniciarse el paseíllo de la primera corrida en Cataluña tras la prohibición oficial de los toros, la banda de la Monumental de Barcelona acometió los compases del viejo himno campesino catalán y un eco de marcha fúnebre se extendió por la semivacía plaza. Tenía la tarde un tono declinante de agonía melancólica, un clima de languidez moribunda y como resignada que acentuaba la amplia desocupación de los tendidos, y en medio de esa atmósfera de aflicción la música acompañaba con el aire mortecino de un gorigori. Aquello aparentaba ser cualquier cosa menos un rito al que se denomina convencionalmente fiesta, y el asunto se volvió definitivamente raro cuando la gente, al cruzar el redondel los toreros y plantarse en el saludo ceremonial, prorrumpió en un grito-consigna que parecía sacado de las catacumbas de la transición democrática: «¡Li-ber-tad, li-ber-tad!».
No se trataba, sin embargo, de una protesta exactamente apasionada. La corrida, con un cartel de atractivo muy descriptible, se había perfilado desde el comienzo con ribetes de anomalía. Su morbo era estrictamente extrataurino: el primer festejo del período residual en que la condena oficial ha situado hasta enero de 2012 a la tauromaquia en Cataluña, el primer día de esa especie de cuenta atrás hasta la ejecución de la sentencia. Así, la convocatoria tenía un tinte funeral, una postración desmayada, un aura descorazonada y decadente que envolvía todo con un velo invisible de desánimo. Ni siquiera el previsto enfrentamiento entre partidarios y enemigos de la lidia registró el mínimo de tensión necesario para pasar de lo estrictamente escénico; entre ambos bandos de manifestantes apenas sumaban un centenar de ciudadanos, separados por los Mossos d´Esquadra como cascos azules —boinas negras en esta ocasión— entre las dos aceras del Carrer de la Marina. Los dos grupos gritaban para los micrófonos de la prensa y mostraban a las cámaras pancartas elaboradas con escaso esmero. A un lado, el portavoz de los taurinos, Luis Corrales, sujetaba una señera con una leyenda crítica con la prohibición, al otro, un puñado de animalistas gritaban «asesinos» a sus oponentes mientras su líder, Luis Villacorta, se subía a un coche con un disfraz ensangrentado. Unos cuantos aficionados vestían de luto con las caras pintadas como para el Entierro de la Sardina. Los turistas, público mayoritario en los tendidos de sol, hacían fotos muy divertidos ante aquel folklore suplementario que se ofrecía ante sus miradas de safari antropológico. Llevaban sombreros de paja, chanclas y hasta algún salakoff. Aún les esperaban más sorpresas.
En el interior de la plaza, con mucha silla vacía, el ambiente era más conformista que indignado. La única pancarta visible —«Políticos, sinvergüenzas»— estaba confeccionada a bolígrafo sobre un folio tamaño A-3. El puestecillo de recuerdos, con flamencas y toritos de nylon fabricados en Montcada i Reixach, languidecía sin más clientela que algunos extranjeros más interesados en retratarse delante que en comprar merchandising. Los gritos de libertad se extinguieron tras el comunicado reivindicativo leído por los altavoces. Entonces la banda tocó un pasodoble, salió el primer toro y la corrida empezó a parecerse a sí misma.
Como tantas otras tardes
Era una corrida como tantas: grisácea, anodina, mediocre. Los toros de Valdefresno embestían con pesadez y los matadores se ganaban el jornal con más pundonor que brillo. La gente meneaba la cabeza y se aburría, y los turistas filmaban todo con pasión postiza. A Curro Díaz le costó cierto esfuerzo pasaportar al segundo de la tarde, cuya muerte trabajosa provocó cierto ensañamiento de descabellos y puntilla que habrían causado escalofríos a los defensores del animalismo, que para ese momento ya habían plegado su parafernalia y hecho mutis Gran Vía abajo. La corrida entró en la rutina habitual de arrastres y cansancio. Entonces salió el tercero.
Le tocó a Miguel Tendero, un chaval de Albacete que se da un aire a El Cordobés y que vio en seguida una oportunidad de lucimiento. El toro embestía bien, largo, con casta, vigor y hasta con disciplina, y el diestro se gustó y le sacó faena. El público se animó de inmediato y venteó la posibilidad de que ocurriese algo distinto.
Ocurrió. A medida que Tendero prolongaba sus muletazos, de los tendidos empezaron a brotar peticiones de indulto. Los expertos movían la cabeza denegando, pero allí había un clima de acontecimiento y el pueblo quería un gesto de grandeza. Arreciaron los gritos y flamearon pañuelos hacia la Presidencia. En condiciones normales, el toro habría recibido la suerte habitual con mayor o menor fortuna según la habilidad estoqueadora del matador, pero la corrida necesitaba algún rasgo de excepcionalidad para justificar las crónicas y el despliegue de reporteros. Así que el presidente sacó el pañuelo naranja que perdonaba la vida a la brava res, y el respetable se levantó de nuevo gritando «¡Libertad!» como en la vieja canción de Labordeta. Caldeado el ambiente, Tendero recibió trofeos de atrezzo y enarboló en la vuelta al ruedo una señera.
Al toro lo había indultado, en realidad, la polémica de la prohibición. Más que un éxito de los de fuera, de los abolicionistas antitaurinos, el perdón era una señal autorreivindicativa de los aficionados, dispuestos a blasonar de la cara más generosa y radiante de la lidia. En su primera tarde en el corredor de la muerte política y administrativa, la fiesta de toros quería mostrar su perfil menos cruel y retratarse para la foto simbólica de la Historia en su vertiente de sensibilidad, arte y nobleza. Condenados a la desaparición, los taurinos se indultaron a sí mismos en la vida de un toro de la dehesa salmantina, negro de capa, hermoso como una pintura micénica. Se llamaba Rayito.
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