La huella que dejó Simeone
Todo raza y franqueza, se entregó por el Sevilla y luego admitió por qué lo cambiaba por el Atlético. A ambos les marcó con la camiseta contraria

«El nombre del Cholo fue coreado desde que empezó a calentar y fue despedido con una cerrada ovación cuando fue sustituido», podía leerse en ABC. El 1 de octubre de 1995 Diego Pablo Simeone regresaba al Sánchez-Pizjuán por segunda vez desde que se despidiera, en el verano del 94, de una afición que entonces había ponderado en favor del argentino la entrega de quien se definió en el campo como un guerrero, por encima de lo que hoy día parece asumido por la opinión pública sólo si no existe manifestación expresa: el peso de la ficha. Y es que un año antes de aquel octubre de 1995, pocos meses después de salir del Sevilla, Simeone no recurría a eufemismos para explicar, con absoluta franqueza, el motivo del cambio de camiseta, tan legítimo que lo expresaba con una naturalidad que en la actualidad se calificaría cuanto menos de desahogo. «Sin duda, creo y estoy convencido de que cambié de club por una cuestión de necesidades. \[...\] Me fui del Sevilla por lo que creo que todos conocen . Si acá —dice a ABC, en Sevilla, el 12 de noviembre de 1994 , en vísperas de un Betis-Atlético — me hubieran dado lo mismo que en el Atlético de Madrid , quizá me habría quedado. No obstante, a pesar de los resultados, me siento bien en el Atlético, aunque siento nostalgia de Sevilla porque, como dice la canción, tiene un color especial». Impensable hoy, ¿verdad? Aunque, bien mirado, ¿hace falta a estas alturas expresar la comprensible evidencia? Y, sobre todo, ¿para qué entretenerse en comparaciones? En el siglo XXI se darían los casos de Reyes, Sergio Ramos, Baptista o Daniel Alves , cuyo factor diferenciador, siempre, radicaría en el beneficio recibido por el club antes del adiós de la figura.
Simeone caló hondo en el Sevilla, dos temporadas jugó aquí, y mañana quizá sólo el cambio generacional obrado por el paso del tiempo le dispensaría de saludos a ovaciones de una grada que lo quiso por el pundonor con el que defendió a un equipo siempre a las puertas del objetivo de Europa y casi nunca en él, pero impregnado del sello del amor propio del argentino, y, por qué no, porque a su marcha dejó en las arcas más de cuatrocientos cincuenta millones de pesetas , que en la época no eran poca cosa y que, aún coleando el lastre de la contratación de Maradona, permitieron cuadrar las cuentas de ese ejercicio. Claro que en el Atlético, en tres temporadas de enorme rendimiento con culmen en el doblete colchonero del 96, la revalorización de Simeone, estandarte de aquel hito para los atléticos, alcanzó dimensiones de «jugador de clase A» —que diría su querido Carlos Bilardo— que propiciaron su pase al Inter de Milán.
«Crujió Nervión»
Los hilos que unen las trayectorias de Sevilla y Atlético los últimos veinte años —algunos, pespuntes de capítulos desagradables, recuérdese el fichaje de José Mari— tienen uno muy especial en la figura del hoy entrenador rojiblanco. Fueron seriales los cambios del Manzanares por el Guadalquivir tanto en los noventa como en los primeros años del siglo XXI, hasta llegar a la actualidad con el regreso de Reyes después de confesarle al Cholo que su cabeza volvía a estar en el Sevilla. Sin embargo, Simeone ostenta una curiosa y única estadística: marcó con ambas camisetas en los duelos entre tan habituales rivales directos. Y en ambas ocasiones en el Sánchez-Pizjuán.
La crónica de ABC del 7 de octubre de 1993 hablaba de dos golazos de cabeza del Cholo. Habían servido para remontar y derrotar (2-1) a un Atlético que se había adelantado con tanto de Moacir, sí, ese brasileño que no triunfó una campaña después en el Sevilla , que igualmente ficharía tras esa temporada a los también rojiblancos Juanito y Pedro . El camino contrario haría, por cierto, Ferreira. Así lo contaba este periódico: «Centró Soler desde su zurda y al primer palo, entre una nube de colchoneros dispuestos a despejar para donde fuera para alejar balones de Diego y minar el coraje de los blancos buscándose pérdidas disimuladas de tiempo. El balón iba que ni pintiparado para quien tuviera agallas de buscarlo con la cabeza y machacarlo; alguien con clase para engancharlo y con casta para golpearlo. De una y de otra tiene sobradas este Simeone. Cabeceó dentro y explotó en júbilo. \[...\] Pasaban los minutos. El setenta y cinco, el ochenta, el ochenta y cinco. No llegaba el gol, aunque se le esperaba en cualquier momento. En el ochenta y siete la “cantó” Diego a centro de Paz. En el ochenta y nueve, Rafa le da muy fuerte . Pero el gol sigue sin llegar cuando el cronómetro sí llega. Minuto noventa justo: centra Suker desde la derecha. Simeone otra vez. Crujió Nervión. Pocas veces con tanto entusiasmo. Y tan merecidamente».
El 18 de junio de 1995 Simeone ya vivió el Sevilla-Atlético como visitante. Adelantó que no creía que lo fuera a celebrar, pero su gol, en una llegada, sorprendiendo a Unzué, el 0-2, era muy importante. Gesto sin celebración efusiva. El marcador salvaba a un Atlético predoblete que entonces, última jornada del curso 94-95, se jugaba la permanencia. Un arrebato final empapado de la raza que el Cholo había dejado en legado al Sevilla permitió a los de blanco, por medio de Suker y Monchu , igualar, 2-2, resultado que a la postre —pinchazo del Español, derrota del Albacete— valía a los dos, aunque los sevillistas, quintos, hubieron de dar su último aliento para animar al Superdépor, ganador de la Copa y que liberaba un puesto UEFA. El Atlético de Simeone se salvaba y sin saberlo se colocaba en la parrilla de salida hacia los títulos de Liga y Copa del 96, pero su Sevilla volvía a Europa, espina clavada de dos años que ni él ni el sevillismo olvidarán.
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