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fuera de juego: luis tevenet, exjugador del sevilla fc

«Pineda se escondió en un armario con una máscara para dar un susto, pero...»

El enfado del capitán: «Nunca me olvidaré cuando le pintamos a Diego Rodríguez unas zapatillas blancas; casi nos mata»

«Pineda se escondió en un armario con una máscara para dar un susto, pero...» ABC

roberto arrocha

—¿Se acuerda de Pinedita?

—¡Claro!

—Pues al tío no se le ocurrió otra cosa que, aprovechando que había ido a Cádiz a ver a su novia y que era época de Carnavales, comprarse una careta de estas de miedo... Pero no una careta cualquiera, no; era como una especie de bolsa que se metía en la cabeza y que la tapaba absolutamente entera. ¡No se le veía ni el pelo! Y claro, estaba Pinedita con una ganas de llevarla a un viaje que parecía estar desesperado.

—¿Lo hizo?

—Hombre, claro. En el desplazamiento a Compostela. Llegamos al hotel y cuando ya estábamos algo aburridos me dijo: «Quillo, vamos a coger mi careta». Empezamos a ir por las habitaciones de los compañeros para dar unos sustitos y lo cierto es que no estaba teniendo mucho éxito. Pero, de repente, vimos que en la habitación de Unzué no estaba Monchu y a Pinedita se le ocurrió una cosa muy buena.

—¿El qué?

—Nos dijo que se iba a meter en el armario y que, cuando Monchu llegara, le dijéramos que nos acercara algo del armario. Todo con el fin de que se llevara el susto de su vida. El hotel no era antiguo, el hotel era de otro siglo. Recuerdo que el armario tenía de estas llavecitas para cerrarlo. Parecía de una película de miedo. Y bueno, pues Pinedita se metió...

—¿Cómo se lo tomó Monchu?

—No, no. espera que esto es lo mejor. Cuando llegó Monchu le escribimos en un papelito de esos que te ponen en la mesa de noche que Pineda estaba dentro del armario y que quería pegarle un susto. (Se ríe). Yo me imaginaba a Pinedita dentro del armario con la máscara esa todo deseoso de pegar el susto y me moría de risa. Le dijimos en voz alta a Monchu: «Alcánzame un cojín que está dentro del armario por favor». Pero el tío, como ya sabía todo, se hacía el loco y nos decía: «No, espera que voy al baño». Así estuvimos por lo menos 20 minutos... Hasta que se empiezan a oír unos ruidos que venían del armario. Era Pinedita para avisarnos de que ya no podía más... Seguimos otro rato más haciendo la farsa y los ruiditos ya eran ruidazos. Pineda empezó a dar patadas a la puerta del armario como un loco. Le habíamos cerrado la puerta con la llavecita que había. Cuando le abrimos estaba el tío empapado en sudor. Se quitó la careta y tenía todo el pelo mojado. ¡Impresionante! Nunca lo había visto así. Nadie sabía qué hacer. Hasta que después de unos segundos dice el tío: «Joé, que ya no podía respirar más. ¿Monchu, por qué no abriste?». Todos empezamos a reírnos. Fue buenísimo. Pineda era un crack. Era distinto. Recuerdo también otra de él en Tenerife. ¿Se la cuento?

—Sí, por favor.

—Me dijo que debíamos aprovechar para ir de compras que había aparatos electrónicos mucho más baratos, pero yo estaba tan cansado que le comenté que prefería quedarme en el hotel para echarme una siestita. Y Pinedita, pues claro, fue solo. Al rato llega todo «flipao» y me dice que se ha comprado un teléfono inalámbrico, de esos para casa, que era impresionante; me explicó que sólo le había costado 3.500 pesetas y que era Panasonic. Le dije que me lo enseñara y...

—¿Qué pasó?

—Pues que en la caja ponía Panasoanic. ¡Vaya cómo se puso cuando se lo dije! «Pinedita, quillo, aquí hay una “a” de más». ¡Uff! El tío empezó a decir que lo habían engañado, que eso no podía ser. Pero claro, yo se lo decía. Pineda, eso es cosa tuya. «¿No ves lo que pone la caja o qué?»

—Tremendo.

—Bueno, y para tremendo lo que le hicimos también a Carlitos. Llevaba apenas unos días con el carné de conducir. Se compró un Citroen AX chiquitito. Era rojo, lo recuerdo perfectamente. Lo que ocurrió fue después de un entrenamiento. Teníamos una comida con unos aficionados que iban a dar unos premios. Y allí fuimos. Era cerca de la discoteca La Recua. Había un descampado para dejar los coches y Carlitos, el tío, lo dejó en un sitio un poco extraño.

—¿Dónde?

—La calle hacía como una “U” y lo aparcó justito donde casi había que hacer un giro. Al llegar vimos su cochecito aparcado y a uno, no me pregunte quién porque no lo recuerdo, se le ocurrió que podíamos levantar el coche en peso y ponérselo más adelante, justo en la curva. Entramos a la comida y nos lo pasamos genial. Pero todos estábamos esperando ya el momento de la salida a ver qué hacía Carlitos... Imagínese ese hombre montándose en el coche. Con cara de tío serio arranca y da marcha atrás y no puede salir; da marcha adelante, y tampoco. Lo habíamos dejado atravesado. Era verano y hacía un calor impresionante. Carlitos empezó a sudar. Se bajó del coche y dijo en voz alta: «Yo, la verdad, es que no sé cómo he metido el coche aquí». Me acuerdo que le decíamos: «Venga Carlos, que con dos o tres maniobras más lo sacas». Y el tío empezaba. Pa'lante, pa'trás y nada... Al final alguien se empezó a reír y Carlitos se dio cuenta.

—¿Qué les dijo?

—Lo primero, que le sacáramos el coche de ahí como fuera. Tuvimos que cogerlo en peso otra vez y lo segundo, algo que no me olvidaré, repetía una y otra vez: «Ya decía yo que era imposible que yo metiera el coche ahí; si sólo llevo catorce horas con el carné...».

—Menos mal que se lo tomó con buen humor, ¿no?

—Sí, es verdad. Porque una vez le hicimos una broma a Diego Rodríguez y casi nos mata. Pero de verdad, ¿eh? Nos quería matar.

—¿Qué ocurrió?

—Diego, siempre que llegaba el verano, se ponía unas zapatillas blancas. Era increíble. Las lavaba todos los días. Estaban impolutas. Eran unas zapatillas modernitas, de esas que se pone Julio Iglesias. ¿Sabe a cuáles me refiero?

—Sí, sí, me las imagino...

—(Se ríe). Pues un día Gabi Moya me llama y me dice: «Quillo, he visto en una tienda unas zapatillas igualitas. Las voy a comprar». Al día siguiente, mientras a Diego le daban masajes, cogimos las suyas y las pintamos con rotuladores por todos lados. ¡Uff! Cuando ese Diego aparece y se sienta en el banco, se agacha para coger sus zapatillas y ve cómo están... ¡Uff! Claro, no pudimos evitar reírnos. Diego se puso como loco. Nos iba a matar. Hasta que Gabi le dijo: «Espera, espera, Diego. Es que hemos pensado que te mereces ya unas nuevas». Nos salvamos de milagro.

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