Antonio Burgos, periodista, presenta el libro «Rapsodia española» (La Esfera de los Libros)

Presentación de Rapsodia española de Antonio Burgos

CUANDO LLEGUÉ A Sevilla hace veinte años, los artículos de Antonio Burgos fueron las primeras letras de mi educación sentimental sevillana, pues sus crónicas perfumaban mis desayunos en el antiguo bar «Vicente» que estaba detrás de correos, mientras «El Pali» le cantaba coplas a la foto de Paco Toronjo que ilustraba su botella de anís «Arenas». En realidad, descubrí los recuadros de Antonio Burgos mucho antes de conocer a Cernuda, Romero Murube y Juan Sierra González, y cuando leí Ocnos, Los cielos que perdimos y Sevilla en su cielo, advertí fascinado que la obra de Antonio Burgos podría ser la memoria literaria de Sevilla.

Pero en 1985 se me escapaban las claves, los nombres y hasta el habla de una ciudad que todavía no era la ciudad de mi esposa y de mis hijos. «Musho cuidao – me decía el guitarrista Eduardo Rebollar-, que pa’ entenderlo al Burgos te tenías que haber venío a Sevilla de shiquetito, joé». Y era verdad, porque los recuadros de Antonio Burgos podían ser fragmentos de tiempo, viñetas de la historia o el álbum de los recuerdos de cualquier sevillano. Por eso me ha conmovido encontrar entre las páginas de Rapsodia española un poema que me concierne, una memoria sevillana de mi infancia limeña.

Las monjitas del colegio chico del Champagnat de Miraflores preparaban la actuación de fin de curso de 1967 y los alumnos de Transición –es decir, de segundo de pre-escolar- teníamos que bailar la jota y recitar algunas poesías escogidas por las madres. Entonces no tenía cómo saberlo, pero las monjitas de mi colegio aprovechaban nuestras actuaciones para hacerle un homenaje a sus pueblos y costumbres españolas, pues aquel año de 1967 los de segundo de primaria salieron cantando «Caballero de Gracia me llama la gente, y efectivamente soy así»; los de primero torearon de salón al compás de un pasodoble; los de «Kindergarten» (no me pregunten por qué usábamos un nombre alemán en un colegio de monjas españolas de Lima) representaron «El Tamborilero» de Raphael, y los de Transición preparamos la jota y las poesías. A mí me tocó uno de los poemas recogidos en esta Rapsodia española -«Glosa a la soleá» de Rafael de León-, pero mamá se empeñó en corregir la ortografía de algunos versos y tuve que recitarlo más o menos así:

Pero es bonita la copla y entra bien por soledades:

«Todito te lo consiento menos faltarle a mi madre».

Y me he enterado casualmente

que le faltaste ayer…

Y nadie me lo ha contado.

¡Nadie! Pero yo lo sé. Yo tengo entre dos amores

mi corazón repartido,

si me encuentro a uno llorando es que el otro lo ha ofendido.

Tal vez a mamá –como buena limeña- le chirrió el «toíto»; tanto «repartío», «contao» y «ofendío», y por supuesto aquel «casuarmente de que le fartaste ayé…», pero aunque ahora disfruta con el habla de sus nietos sevillanos y le consta que trabajo con «cantaores de soleares», a mí no me consiente todavía que la llame «mare».

Pero no importa, porque lo que yo quería celebrar esta noche con ustedes es que por fin Antonio Burgos me ha regalado un fragmento de tiempo, una foto perdida del álbum de mi memoria, y un libro que me ha traído a Sevilla cuando era shiquetito. Muchas gracias, Antonio.

F.I.C.

Sevilla, 3 de Octubre de 2005

 

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