Antonio Muñoz Molina, escritor, presenta el libro «El viento de la Luna» (Seix-Barral)

Al fresco de la Luna

EL VIENTO DE LA LUNA de Antonio Muñoz Molina ni es una novela ni son sus memorias, pero es el más bello de sus libros. Y lo es sin poseer un lirismo especial o sin haber recurrido a una prosa poética. En realidad, El viento de la Luna es un libro escrito con la misma delicadeza del hortelano que elige las semillas, prepara la tierra, abre los surcos y mima conmovido los milagros que ha sembrado. Mi cometido –por lo tanto- es dar fe de esos milagros.

Aunque más de una opinión autorizada ha establecido que estamos ante una nueva entrega del «ciclo de Mágina», para mí El viento de la Luna no es un eslabón más de aquella cadena sino el metal de la cadena. Es verdad que hay alguien que agoniza dolorosamente como en Beatus Ille (1986), es evidente que también hay médicos librepensadores como en El jinete polaco (1991) y es obvio que el Lorencito Quesada de El viento de la Luna debe de ser el mismo periodista cándido de Los misterios de Madrid (1992), pero en este libro Muñoz Molina ya no tiene que ocultarse tras la máscara de un olvidado escritor del 27 o de un cosmopolita traductor simultáneo que reconstruye distante la vida de los habitantes de Mágina. No, en El viento de la luna descubrimos que Jacinto Solana -aquel mítico escritor que esquivó la vida labriega de Mágina- era el mismo Muñoz tanto le llamaba la atención al narrador de Beatus Ille y de El jinete polaco.

No ha sido sencillo para Muñoz Molina escribir sobre sí mismo. Elvira Lindo ya lo advertía en el prólogo de Las apariencias (1995), cuando afirmó que “Si hay algo revelador en este libro es el camino que anduvo el escritor hasta que encontró a un personaje con el que todavía no se había atrevido a enfrentarse, ese personaje era él mismo, alguien que había estado agazapado o disfrazado en Beatus Ille, en El invierno en Lisboa o en Beltenebros”. Sin embargo, aunque por las páginas de El dueño del secreto (1994), Los misterios de Madrid (1992) o Ardor guerrero (1995) el autor haya echado a correr algún que otro alter ego, hasta Ventanas de Manhattan Muñoz Molina jamás nos había hablado con tanta naturalidad de su infancia labriega en Úbeda. Y esa naturalidad es la que ha germinado y roto en flor en El viento de la Luna, perfumando de un aroma nuevo los primeros libros de Antonio Muñoz Molina.

Vuelvo a leer Beatus Ille y me encuentro con los recuerdos del poeta Solana: “Su padre tenía una huerta –dijo Manuel-. Ahora está abandonada, pero desde el mirador de la muralla se pueden ver la casa y la alberca. Cada tarde, cuando salíamos de la escuela, yo bajaba con él y le ayudaba a cargar la hortaliza en la yegua blanca que tenían, para llevarla al mercado. Después cruzábamos la ciudad montados en la yegua, pero yo me bajaba algunas calles antes de llegar aquí, porque si mi madre descubría que había descargando fruta en el mercado, como un gañán. Mi padre, en cambio, lo miraba con una cierta simpatía, un poco distante siempre, igual que hubiera mirado al hijo de uno de sus capataces que mostrara buena disposición para estudiar, y cuando Solana se fue a Madrid llevaba una carta de recomendación para el director de El Debate escrita por mi padre, que lo conocía de los tiempos en que fue diputado. «Me gusta ese chico», solía decir, cuando mi madre no estaba cerca, «tiene ambición y se le nota en los ojos que sabe lo que quiere y que está dispuesto a todo para conseguirlo». Yo he sospechado siempre que esas palabras no eran un elogio para Solana, sino un reproche para mí”. Miren por dónde, aquí estaba uno de los primeros latidos de El viento de la Luna. ¿Cuántas veces nos habrá mostrado Muñoz Molina una estampa de aquella infancia campesina? En El jinete polaco releemos: “en los caminos del campo ya casi no queda nadie, salvo algún hortelano rezagado que lleva de la brida a un mulo con una carga de hortaliza, o un niño que se alivia las cuestas agarrándose a la cola del animal y se muere de sueño, de fatiga y de frío”.

El hortelano, el niño y el mulo. La escena verdadera, la original, transcurre muchas veces a través de las páginas de El viento de la Luna: “Cada día al atardecer, el mulo y la burra suben al mercado cargados con sacos y grandes cestas de mimbre rebosantes de hortalizas y frutas, sobre todo ahora, en los meses de verano, cuando la tierra no se cansa nunca de orden magnífico sobre el mármol del mostrador de mi padre, en un esplendor planetario de tomates rojos y macizos, rotundas berenjenas moradas, sandías como bolas del mundo, ciruelas de luminosidad translúcida, melocotones con una pelusa de mejillas fragantes, cerezas de un rojo dramático de sangre, higos perfumados, pimientos rojos y verdes y guindillas de un amarillo muy intenso, patatas grandes y de formas rocosas como meteoritos, rábanos que salen de la tierra con una maraña de finas raíces embarradas y que al lavarse bajo el chorro frío de la alberca revelan un rosa casi púrpura, cebollas con cabellera de medusa. Según vaya terminando el verano llegarán las uvas y las granadas, que al partirse revelan en su interior una lumbre de granos jugosos tan roja como los fuegos centrales de la Tierra, que son de hierro y de níquel fundidos, hirviendo a seis mil grados de temperatura”.

¿Cuál fue la magdalena proustiana de El viento de la Luna? Quiero creer que Muñoz Molina comenzó a fraguar este libro contemplado los puestos de verduras y hortalizas del Farmer’s Market de Union Square. “Vuelven los aromas y los colores de los frutos de la tierra –escribe Muñoz Molina en Ventanas de Manhattan (2003)-, el verde fuerte de las espinacas, con sus breves tallos rosados, como patas de perdices, los amarillos y naranjas de las calabazas, el blanco tierno de las hojas de apio y de los tallos de acelga, el rojo agreste de los tomates, que parecen tomates de … Es justo aquí, tan lejos, donde cada vez que vuelvo recobro los olores del mercado de abastos en el que mi padre tenía un puesto de hortalizas cuando yo era niño”.

Por eso pienso que El viento de la Luna hay que leerlo como el maravilloso homenaje que Muñoz Molina le dedica a su padre, pues descubro entre sus páginas una sabiduría íntima y esencial –paternal, añadiría- de «las cosas del campo», por emparentarlo con otro libro bellísimo de José Antonio Muñoz Rojas. De hecho, después de leer El viento de la Luna he comprendido mejor «La huerta del Edén», un artículo que Muñoz Molina publicó en la edición andaluza de «El País» en 1995 y donde decía: “parece que lo que está describiendo el Génesis es la vega de Granada, o la mancha de intenso verde de las huertas que bajan hacia el valle del Guadalquivir por la ladera de la loma de Úbeda … En uno de los pasajes más raros del Génesis, Yavé se pasea, literalmente, «al fresco del Jardín», como un tranquilo hacendado que inspecciona a la caída de la tarde la finca que ha confiado a un arrendatario. Saliendo de Granada a la vega aún pueden verse algunas huertas con casas encaladas y cipreses que son como islas de un jardín abolido entre las barbaridades del asfalto, de los bloques de pisos y las naves industriales que muy pronto lo cubrirán todo. Cada huerta es un paraíso bien regado en medio de una llanura, un refugio con el que siempre soñamos en los destierros de la vida”.

Wells y Julio Verne, al niño curioso que fue Muñoz Molina no se le podía escapar un acontecimiento tan galáctico y extraordinario. O al menos así lo reconoció en «Las máquinas del tiempo», un viejo artículo de 1989 en el que recordaba melancólico “cuando nos levantábamos a las tres de la mañana para mirar en la televisión las lentas caminatas lunares de los astronautas”. Por lo tanto, Muñoz Molina vuelve a disolver su propia historia sentimental en la reelaboración de aquella aventura grandiosa, pues El viento de la Luna nació en un cuaderno escolar de tapas azules donde un niño que iba para poeta escribió un poema épico titulado «La Selenea».

Sin duda que entre las virtudes de El viento de la Luna debería mencionar su capacidad para reconstruir el paisaje de las postrimerías del franquismo, con todo el batiburrillo emocional que semejante ejercicio conlleva, pero para un lector hispanoamericano que no ha padecido ni la dictadura ni las consecuencias de la guerra civil española, la verdadera epopeya de El viento de la Luna es el viaje a ese mundo poderoso de la infancia donde Francisco Muñoz Valenzuela –como Dios en «La huerta del Edén»- “mira en torno suyo la tierra que le pertenece, la que ha cuidado, labrado, limpiado de malas hierbas, sembrado en cada momento justo, abonado con el mejor estiércol y roturado según una geometría inmemorial de acequias, caballones y surcos”. Quizás ahora mismo la contempla, paseando «al fresco de la Luna».

Les pido disculpas por no haberme prodigado más sobre el impagable retrato de época conjurado por Muñoz Molina, pero es que a mí la literatura no me abre el apetito sociológico. Más bien –y esta es una confidencia- cuando terminé de leer El viento de la Luna sólo deseaba llamar por teléfono a Lima para escuchar de nuevo la voz remota de mi padre y decirle cuánto lo quería.

F.I.C.

Sevilla, 13 de Septiembre de 2006

 

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