Mario Vargas Llosa, escritor, presenta el libro «Travesuras de la niña mala» (Alfaguara)

CADA VEZ QUE Mario Vargas Llosa publica una nueva novela, me hace ilusión situarla en el conjunto de su obra para reconocer la evolución de sus obsesiones y los disfraces de sus «demonios». Por eso, de entrada me gustaría advertir que Travesuras de la niña mala irrumpe en la obra de Mario Vargas Llosa con el mejor humor de La tía Julia y el escribidor o Pantaleón y las visitadoras, con la exquisita excentricidad de Los cuadernos de don Rigoberto, con la misma ambición crítica –que no metaliteraria- de La orgía perpetua y La verdad de las mentiras, pero especialmente con la sabiduría melancólica y el escepticismo socarrón que uno adquiere después de años de mundo, cultura y conocimiento.

Por lo tanto, Travesuras de la niña mala es una novela antigua y a la vez lozana, una novela sencilla y al mismo tiempo atravesada de complejidades, y una novela aparentemente risueña pero que a uno lo deja arrasado de soledad, porque la soledad es el precio que muchas veces hay que pagar por la defensa de la libertad, el amor, las ideas y –por qué no- también por la satisfacción de todos nuestros deseos, desde los más sublimes hasta los más perversos. Así, prescindiendo de los recursos técnicos que caracterizan su narrativa, Mario Vargas Llosa se concentra en contarnos la historia de la niña mala, la de su eterno amante Ricardo Somocurcio y la de varios personajes secundarios que enriquecen y le dan de la niña mala? Pienso que hay tres que destacan de una manera especial. A saber, el amor, la identidad y la síntesis de ambos: la huachafería.

Travesuras de la niña mala es –en efecto- una novela de amor, aunque estamos ante una novela de amor que deliberadamente traiciona todas las convenciones de la mitología romántica, pues Vargas Llosa nos muestra los rostros más ridículos, patéticos y tragicómicos del amor. ¿Quién no ha hecho alguna vez un papelón por amor? Algunos afortunados quizás sólo una, pero lo más normal es que abunden individuos como Ricardo Somocurcio, poseedores de un devastador «ridículum vitae» amoroso.

Los héroes de la literatura romántica siempre aseguran ser capaces de hacer cualquier cosa por amor, pero morir por amor no sólo es anticuado sino absolutamente estéril. Vargas Llosa lo sabe y por eso Ricardo Somocurcio soporta motes, burlas, plantones, recochineos, comparaciones y hasta una sofisticada variedad de cuernos, porque la niña mala jamás le hizo creer que podía esperar lo contrario. En una novela de amor siempre hay alguien que sufre en silencio, en la penumbra y en segundo plano, pero en Travesuras de la niña mala el sufriente Somocurcio grita, chupa cámara y chupa otras cosas que el lector tiene que descubrir por su cuenta.

Y es que una novela de amor –cualquier novela de amor- supone la tradición literaria del amor, aunque en Travesuras de la niña mala Vargas excelencia, pues la donna angelicata del tópico aquí es paradójicamente una «niña mala». ¿Y cómo puede una donna ser mala y al mismo tiempo angelicata? Porque no es la mala maligna esclava de sus mentiras, sino una mala benigna libre de las verdades de la familia, la nación y los sentimientos.

En realidad, todos los personajes de Travesuras de la niña mala son libres o luchan por serlo hasta cuando se someten o se comprometen. Sin embargo, esa libertad supone soltar una carga y quitarse un molesto peso de encima: el lastre de la identidad. La niña mala lo consigue a través de sucesivas metamorfosis que la convierten de niña peruana pobre a pituca chilenita de Miraflores, de la guerrillera «Camarada Arlette» a la refinada madame Arnoux, y de la aristocrática lady Richardson a la sumisa maik. Kuriko. La niña mala siempre sospechó que siendo «peruanita nomás» nunca llegaría a ser nadie y por eso emprendió una vertiginosa carrera de transformaciones. Al mismo tiempo, Ricardo Somocurcio es un peruano cuya única ambición es vivir en París ejerciendo la traducción simultánea, una «profesión de fantasmas» que ni siquiera le permite dejar la más mínima huella de su paso por el mundo. «Tengo una profesión que me permite vivir en una ciudad maravillosa –le confiesa Ricardo a su limeño tío Ataúlfo-. Pero, allá, he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés, aunque tenga un pasaporte que diga porque aquí me siento todavía más extranjero que en París».

No obstante, Ricardo y la niña mala no son los únicos personajes de la novela que pierden o renuncian a su identidad, pues el hippy limeño londinense José Barreto y Salomón Toledano -el trujimán turco-sefardita que se consideraba «español con cinco siglos de retraso»- también eligieron no ser de ningún sitio para poder estar en todas partes. ¿Y qué podríamos decir de la familia Gravoski, vecinos de Ricardo Somocurcio en su piso parisino de la rue Joseph Granier? En realidad, ninguno de los Gravoski era ruso, pues Simón era belga, Elena venezolana y su hijo adoptivo –Yilal- vietnamita. O sea, franceses los tres.

¿No es maravilloso cruzarse con personajes así, encantados de tener varias identidades o incluso de perderlas todas, justo ahora que vivimos rodeados de tanta gente obsesionada en tener una sola nación y una sola identidad? Travesuras de la niña mala contiene así un explícito alegato contra la necedad identitaria y la ofuscación nacionalista, aunque muy bien envuelto en el celofán del amor. Por eso la huachafería es el tercer gran eje de la nueva novela de Mario Vargas Llosa.

La huachafería es el equivalente peruano de la horterada española, esa mezcla inverosímil de cursilería, ternura y afectación que nos caracteriza a los países de cultura hispánica. En un célebre artículo champancito, hermanito?»- Mario Vargas Llosa nos dice:

Huachafería es un peruanismo que los vocabularios empobrecen describiéndolo como sinónimo de cursi. En verdad, es algo más sutil y complejo, una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal; quien la desdeña o malentiende, queda confundido respecto a lo que es este país, a la psicología y cultura de un sector importante, acaso mayoritario, de los peruanos. Porque la huachafería es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, goza, expresarse y juzgar a los demás. La cursilería es la distorsión del gusto. Una persona es cursi cuando imita algo –el refinamiento, la elegancia- que no logra alcanzar, y, en su empeño, rebaja y caricaturiza los modelos estéticos. La huachafería no pervierte ningún modelo porque es un modelo en sí misma; no desnaturaliza patrones estéticos sino, más bien, los implanta, y es, no la réplica ridícula de la elegancia y el refinamiento, sino una forma propia y distinta –peruana- de ser refinado y elegante.

En las novelas de Vargas Llosa siempre han existido personajes que se transforman porque quieren ser lo que no son y algunas de esas metamorfosis llegan a ser traumáticas y devastadoras, como en el caso de «Mascarita» en El hablador (1987) o de Paul Gauguin en El paraíso en la otra esquina (2003). ¿Por qué las transformaciones de la niña mala se nos antojan más verosímiles que la de «Mascarita»? Por la misma razón que la Metamorfosis de Ovidio es más verosímil que la de Kafka: porque todo es posible en el universo de la huachafería. Y si un peruano que ha perdido su identidad puede chirriar de puro huachafo, un peruano enamorado puede llegar a ser un huachafo relampagueante.

No hay nada más huachafo que el amor, porque el amor consiente la extravagancia, el ridículo y la exageración. En realidad, los amantes no tienen amor propio porque todos sus amores siempre son ajenos. Vargas Llosa lo sabe y se regodea exprimiendo el mango de la huachafería amorosa, ya que la niña mala se inflama de sensualidad cada vez que Ricardo la embadurna de huachaferías empalagosas, y entonces ella le corresponde endiñándole un piropo incómodo y huachafísimo como una flor en el culo: «pichiruchi».

La primera vez que la niña mala se dirige así a Ricardo es para rechazarlo -«¿Qué partido puede ser para la esposa de un diplomático francés un pichiruchi traductor de la Unesco?»-, pero cuando lo hace por segunda vez la niña mala ya ha fundado un lenguaje secreto, erótico y por lo tanto huachafo: «Si sólo te tuviera como amante a ti, andaría como una pordiosera, pichiruchi». Ricardo Somocurcio sufre una crisis existencial porque no asume su peruanidad y no se reconoce como francés, pero no tiene ningún problema en seguir siendo un «pichiruchi», porque es más sencillo dejar de ser peruano que dejar de ser un «pichiruchi». ¿Para qué serviría la identidad nacional en una historia de amor donde ella es mala y él un vulgar «pichiruchi»? Vargas Llosa se ríe porque sabe que la única respuesta posible sería una huachafería.

F.I.C.
Jerez de la Frontera, 6 de Junio de 2006

 

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