Ana María Matute, escritora, presenta el libro «El secreto del unicornio»

El secreto del unicornio

EN LA PRIMERA página de Paraíso inhabitado, la pequeña Adriana nos revela cómo vio correr al unicornio, hasta que desapareció blanquísimo por una de las esquinas del marco. Sin embargo, en el último párrafo de la novela, la joven Adriana se desahoga con su tía Eduarda y le pregunta si alguna vez volverá a ver al unicornio. La respuesta de Eduarda es la cifra de Paraíso inhabitado: “Los unicornios nunca vuelven”.

A los lectores de Bestiarios medievales no nos ha sorprendido la presencia del unicornio en Paraíso inhabitado, pues según El Fisiólogo los unicornios sólo eran visibles para las niñas y las doncellas, quienes los amansaban y dormían sobre sus regazos. Adriana jamás consiguió arrullar al unicornio del cuadro, porque vivía rodeada de Gigantes y otras criaturas desaprensivas que la expulsaron del paraíso.

Lo mejor de la obra de Ana María Matute tiene como eje a la infancia, aunque Primera memoria (1959) era una reflexión «sobre» la infancia, mientras que Paraíso inhabitado es una reflexión «desde» la infancia. ¿Y qué es la infancia si no una edad de oro, un territorio mítico y el paraíso antes de la caída? Así, el itinerario recorrido por Ana María Matute parte del arrasado mundo de la posguerra contemplado por los ojos infantiles de los personajes de Primera memoria (1959), Los soldados lloran de noche (1964) y La trampa (1969), hasta llegar a convertirse en la propia mirada de Adriana, arrasada de infancia.

Por otro lado, en la obra de Ana María Matute podemos encontrar verdaderos paraísos perdidos como el pueblo sumergido de Mansilla de la Sierra, cuyas preciosas viñetas nos regaló en las prosas de El río (1995), o incluso paraísos perdidos imaginarios como el remoto reino de Olar de Olvidado rey Gudú (1996). Si en El río la fantasía se disolvía en la realidad, en Olvidado rey Gudú era la realidad la que se disolvía en la fantasía. Así, Paraíso inhabitado es una suerte de cruce del reino de Olar y Mansilla de la Sierra, con sus rituales, sus venenos, sus disfraces y sus palabras mágicas.

Adriana, la protagonista de Paraíso inhabitado, me ha recordado a la princesa Tontina de Olvidado rey Gudú, cuyo cofre de tesoros también se quedó inhabitado en cuanto cayó en poder de los otros, de los endriagos de Saint Maur y de los Gigantes. Por eso Adriana precisa de fuerzas protectoras como la Tata y las criadas, de magos bondadosos como Teo, de sabias consejeras como la tía Eduarda, de príncipes puros como Gavi y de ensoñaciones poderosas como el unicornio, porque el mundo prodigioso y sobrenatural de Olvidado rey Gudú puede apoderarse de la realidad, gracias a la magia menor de la mirada de un niño.

No quiero dejar de hacer hincapié en que para Ana María Matute la fantasía no es un medio sino un fin, pues el paraíso que sus criaturas se resisten a abandonar no tiene nada que ver ni con laberintos ideológicos ni con faunos justicieros. “Los sueños de la razón –escribió Goya- producen monstruos”, aunque tales monstruos sean paraísos de naturaleza utópica. Los paraísos de Ana María Matute –en cambio- ni siquiera son de naturaleza fantástica porque son la fantasía misma. Creemos en el paraíso porque tenemos fantasía y tenemos fantasía porque creemos en el paraíso. Si en Peter Pan leímos que bastaba que una sola criatura creyera en las hadas para que existieran las hadas, leyendo a Ana María Matute descubrimos que basta el pensamiento de un niño para que exista el paraíso.

¿Y por qué el paraíso está inhabitado? ¿No lo habitan Adriana, Eduarda, Tata María, Teo y Gavi? A los críticos racionales y filológicos, y que precisamente por racionales y filológicos son incapaces de intuir el paraíso, les persuade la idea de que Adriana es el disfraz de Ana María Matute en Paraíso inhabitado. Pero a mí, que sé que de un libro a otro fluyes y te disuelves como «La Dama del Lago» en el torrente de la fantasía, me haría ilusión creer que tú, Ana María, eres el unicornio que siempre regresa para compartir el secreto del paraíso.

F.I.C.
Sevilla, 20 de enero de 2009

 

 

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