Antonio Muñoz Molina, escritor, presenta el libro «La noche de los tiempos»

«Ya somos el pasado que seremos»

EN UNO DE los poemas de Los conjurados (1985) Jorge Luis Borges acuñó el verso que convoco para titular estas reflexiones, porque aquellas líneas de «Elegía de un parque» también podrían cifrar La noche de los tiempos: “si nos aguarda una infinita suma / de blancos días y de negras noches, / ya somos el pasado que seremos”. Antonio Muñoz Molina lleva años escribiendo sobre criaturas que combaten las adversidades del destierro y los destiempos –pienso en Beatus Ille o Sefarad-, ambición que le ha llevado a explorar los límites personales de su destierro en Ventanas de Manhattan y los íntimos límites de su destiempo en El viento de la luna. Todos esos libros convergen ahora en La noche de los tiempos, una novela que narra «el pasado en presente» a través de las circunstancias y las contradicciones de Ignacio Abel, un hombre que huye al mismo tiempo de su familia y de la guerra civil, escisión que se me antoja imprescindible para valorar el fastuoso fresco histórico que Antonio Muñoz Molina urde como contexto de la épica íntima de sus criaturas, y que desde ahora me apresuro a situar a la altura de Rojo y Negro de Stendhal o de Guerra y paz de Tolstoi.

Constreñir La noche de los tiempos al tumulto de novelas sobre la guerra civil sería empobrecerla y conferirle una vocación programática sería traicionarla. De hecho, no estamos ante otra novela tributaria de la guerra civil como «parque temático» (el hallazgo es de Rafael Chirbes) donde los republicanos son siempre cultos, generosos, cosmopolitas y solidarios. Todo lo contrario. Más bien, lo primero que uno aprende leyendo La noche de los tiempos es que tener razón no convierte a cualquiera en razonable y -como segunda lección- que quienes realmente nos avergÌenzan sólo son los que piensan como nosotros o quienes tienen algo en común con nosotros. Antonio Muñoz Molina siempre ha tenido la decencia y la valentía de enseñar tales cosas con el ejemplo, y por eso algunos artículos suyos como «Escudería de cultura» o «Andalucía obligatoria», siguen siendo lapidarios y memorables.

No voy a abundar en las fuentes y modelos que le sirvieron a Antonio Muñoz Molina para documentarse en la recreación del Madrid de 1936, mas debo mencionar a dos personas que me permitirán recrearme a mí, en los personajes de La noche de los tiempos. La primera es el escritor y diplomático chileno Carlos Morla Lynch, amigo de Federico y autor de dos volúmenes de soberbios diarios –En España, con Federico García Lorca (2008) y España sufre: Diarios de guerra en el Madrid republicano (2008)- que el propio Muñoz Molina comentó en su columna semanal del suplemento «Babelia» para revelarnos en qué consistía narrar «el pasado en presente». A saber, dar “a los hechos de otro tiempo significados que sólo iban a adquirir en razón de lo que sucedería después; es decir, de lo que entonces no existía: no estaremos viendo aquel presente, sino el pasado en el que iba a convertirse” («El pasado en presente», 18.04.2009). Los diarios de Morla Lynch crepitan a través de las páginas de La noche de los tiempos, tanto como las memorias de Max Aub, Arturo Barea o Julián Marías.

Por otro lado, la segunda persona que deseo nombrar es Katherine Reding Whitmore, hispanista norteamericana, ex-alumna y amante de Pedro Salinas, por quien el poeta escribió en realidad los poemas de La voz a ti debida, aunque Salinas publicó el poemario dedicado a su esposa. Estoy persuadido de que la bella Judith Biely se inspira en Katherine Whitmore, de la misma forma que Adela -mujer de Ignacio Abel- mantiene algunas simetrías con la esposa de Pedro Salinas. Sólo así se comprenden mejor las discusiones que la lectura de La voz a ti debida provocaban entre los amantes de la novela: “Si me llamaras, leía ella en voz alta, en el libro de tapas austeras firmado por Salinas, en el que había subrayado tantas palabras que no sabía y anotado cosas en los márgenes. Pero Ignacio Abel no acababa de creerse esos versos, en parte por una indiferencia general hacia la poesía, y también porque si no asociaba esos arrebatos de amor con la señora Bonmatí de Salinas, menos aún le parecían verosímiles viniendo de su marido, que no tenía aspecto de estar esperando a que una mujer lo llamara ni de abandonarlo todo, como aseguraba el poema, si eso sucedía

[…] Y ella le dijo: si estás tan seguro de que Salinas miente es porque tú eres igual”.

Y así es como llegamos a la verdadera épica íntima de La noche de los tiempos, la sangrante y permanente contradicción de Ignacio Abel, tan correcto en lo político y tan desastroso en lo sentimental. Muñoz Molina es implacable con el protagonista de su novela, pues toda la decencia que le concede como espectador de la autodestrucción de la República, se la arrebata cuando lo convierte en el destructor de su propia familia. Así, Ignacio Abel deplora las mentiras de los diarios republicanos, pero es incapaz de reconocer las suyas; le repugnan las ejecuciones de inocentes desconocidos, mas no hace nada cuando se trata sospechosos que sí conoce; le horroriza la violencia injusta y arbitraria, pero él mismo la descarga contra su propio hijo. La verosimilitud de la novela es posible gracias a los claroscuros de Ignacio Abel, quien huye a los Estados Unidos tras abandonar a su familia, llevando en el bolsillo una carta de su esposa que tendría que haber destruido, aunque se la sabe de memoria porque lo anega de vergÌenza y culpabilidad. Toda la lectura de La noche de los tiempos se sostiene torrente, porque oscila lúcida entre la conciencia y la expiación, la clarividencia y la redención. Entre el rumor de la guerra y los fragores del corazón.

En El Robinson Urbano (1984), su joven autor transcribió la carta de despedida que Robinson le dejó dentro de una botella de cristal verde: “No me queda, pues, otro recurso que la huida. Uno anda siempre huyendo del refugio de huidas anteriores”. He releído aquella bitácora granadina como Muñoz Molina leyó los diarios de Morla Lynch –es decir, con “el conocimiento de lo que sucedió después”- y le agradezco que veinticinco años más tarde nos haya regalado la maravillosa novela de aquella huida, esta novela de destierros y destiempos que he leído con el asombro adolescente de «la noche de los tiempos», cuando me sorprendía el amanecer –como en otro verso de Borges- “desgarrado y feliz”.

Fernando Iwasaki

Sevilla, 25 de noviembre de 2009

 

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