Conferencia de Antonio Burgos e Ignacio Camacho, periodistas y escritores, sobre «Patio de columnas: el articulismo desde Sevilla»

Una faena de muleta

 Texto de la conferencia pronunciada por Antonio Burgos

EL TÍTULO DE PATIO, fuente y surtidor que Fernando Iwasaki ha puesto a este diálogo en que hablan los autores de la página impar de Opinión de ABC de Sevilla, de modo que sólo falta aquí abajo, en vez de la mesa, el dibujo de Máximo Sanjuán, me ha hecho pensar en aquella historia sevillana que cuenta Fernán Caballero. El señor de la Sevilla que era Puerto y Puerta de América, probablemente un cargador de Indias (porque en Sevilla hubo cargadores mucho antes que teléfonos móviles), quien mandó llamar a un maestro mayor para que le labrara una casa, quizá con la intención de blasonarla un día poniendo sobre el balcón principal las armas nobiliarias de la hija de un marqués completamente tieso con quien habría de casar a su hijo y heredero. Díjole el señor de Sevilla al maestro, en el encargo de las obras: “Me hace usted un gran patio, con una fuente en medio con un surtidor, y con buenas columnas, con muchas columnas. Y si sobra sitio, me hace alrededor unas cuantas habitaciones”.

Aunque sea el nombramiento de la soga en la morada del ahorcado, cuando por las mañanas veo los periódicos me acuerdo de la historia del señor de Sevilla contada por la Fernán Caballero. Es como si los editores dijeran a los directores: “Me pone usted abriendo el periódico un patio de columnas, de cuantas noticias y con el cupón del manos libres y del TDT”.

A mí me pasa como al Diccionario de la Real Academia: que no me gusta hablar de columnas como sinónimo empequeñecedor de la grandeza del artículo periodístico de toda la vida. Para el Diccionario, la columna, tal como se entiende en el periodismo de opinión o de creación, no existe. Para el Diccionario no hay más columnas que las arquitectónicas o en todo caso las tipográficas; es decir, las partes en que se dividen las planas por medio de corondeles. Pero la columna periodística en su actual floración, a pesar de tantos y tan deslumbrantes constructores diarios como tiene, aún no ha llegado al Diccionario.

Para mí, pues, la columna es, al académico modo, más un continente que un contenido, más un soporte que un género. Ara mí, la columna es el artículo de toda la vida de Dios. Al menos es lo que servidor hace. En todo caso, más que columnas a lo mío los lectores le llamaron «recuadro» por su tipografía. No era tal el nombre original de la sección, sino «Sevilla al día», una de las primitivas del ABC de Sevilla desde que en 1929 lo fundó Don Juan Ignacio Luca de Tena haciendo realidad el sueño de Don Torcuato. Pero como en un momento dado el «Sevilla al día» pasó de su formato de columna al de recuadro a dos, manteniendo las cursivas originales de la sección, el público rompió en llamarlo «El recuadro de Burgos», y «El recuadro» se le ha quedado. O sea, que Y en este bautizo no pude sentirme más honrado. A los lectores de ABC les funciona la memoria y así, «El recuadro», con igual disposición tipográfica se llamaba una sección fija del último Azorín en ABC, donde ese sí que fue maestro de periodista que descubrió el cine en la juvenil inquietud de su ancianidad.

¿Qué es la columna entonces? ¿Un artículo en sección fija escrito por periodistas? Quizá. Pero casi siempre con contenidos muy políticos y muy poco literarios, a diferencia del articulismo tradicional que hizo Literatura en los diarios españoles. La columna vive de un mundo que va desde los confidenciales a las opiniones, desde las filtraciones a la propaganda. La considero como un género nacido de la Transición española. Antes de la transición no había columnas. La transición se hace con las magníficas columnas de Pedro Rodríguez, por ejemplo, o las magistrales de Campmany.

La columna de toda la vida, la columna que siempre hemos leído en casa, que diría Josemi, ha sido el artículo. Pero no decimos que Larra fuese columnista. Ni que Bécquer lo fuera en sus crónicas sobre la destrucción de Sevilla sin necesidad de cachimbas ni de Nicaragua, que él denunció. ¿Y Ortega? ¿Haría ahora columnas Ortega? De ninguna de las maneras. El articulismo es otra cosa. Es el texto del escritor de periódicos o en periódicos,

algo distinto de la estricta opinión política de la columna.

crónica. Sus mejores libros fueron antes escritos para los periódicos y publicados para los periódicos. Gran parte de la mejor literatura española del XIX y del XX surge de los periódicos. Los escritores de periódicos inventaron los fascículos: sus libros son recortes de periódico encuadernados. Los pueblos de Azorín, que los jesuitas nos obligaban a leer y releer y que nos despertaron la vocación de la escritura a algunos, es una recopilación que en modo alguno puede entenderse columnismo.

El modelo clásico del articulismo contemporáneo es Pemán. Clásico en el sentido con lo empleaba Rafael el Gallo: “Clásico es lo que no se pué hasé mejón”. Pemán es mi modelo de articulista, por nación andaluza y gaditana quizá. A los artículos de Pemán, los lectores los llamaban «las terceras de Pemán», por la página de ABC donde se publicaban. Ahí, en las terceras de Pemán en ABC está la mejor literatura de periódico de todo el siglo XX español.

Pemán tiene toda una teoría del artículo, que explica con donosura. Dice que antes de empezar a escribir un artículo hay que tener pensado un buen título y un buen remate. Y con zumba chirigotera gaditana, añade Pemán: “Entre título y remate, rellénese la idea con honesta carpintería del oficio”.

¿Era acaso González Ruano lo que hoy entendemos por un columnista?

Ruano era capaz de hacer artículo sobre las pelusas del ombligo, si hacía falta.

los casos de Pemán y de Ruano me hacen pensar más en la figura del «colaborador» que en el columnista de hogaño. El colaborador es un escritor ajeno a la redacción del periódico, pero que se hace parte y tuétano del diario. Lo accesorio pasa a ser fundamental. Hasta el punto de que a su articulo se le puede aplicar la voz «columna», en la cuarta acepción del Diccionario: “Persona

o cosa que sirve de amparo, apoyo o protección”. El artículo como artillería divisionaria apoyando el avance de la infantería de las noticias, del mismo modo que siempre se dice que el dibujo de don Antonio Mingote es el más certero de los editoriales.

Quizá en estos clásicos estemos hablando de algo tan actual como el «periodismo de autor». Del «nuevo periodismo» antes de que se inventara el término. En la prensa española no hay nada tan viejo como el «nuevo periodismo». Manuel Chaves Nogales hizo «nuevo periodismo» en «La Esfera» más de medio siglo antes que Tom Wolfe. Como en ABC lo hizo el otro genial Manuel sevillano de la época, el olvidado y silenciado Manuel Sánchez del Arco. Julio Camba, en sus artículos sobre la vida cotidiana en Estados Unidos, aparte de humor, hace nuevo periodismo. Luego el articulismo se refugió en las corresponsalías de extranjero. Muchas crónicas de corresponsales son columnas sobre vida cotidiana, sobre mentalidades, sobre costumbres, sobre modas sociales.

busco hacer artículos. Ni sé ni me interesa hacer columnas, entendidas como

periodismo político de chau-chau y de filtración, a veces contaminaciones

interesadas. Gracias a Dios, no ceno nunca con un ministro y tampoco domino

la jerga al uso:

— Hasta donde yo sé.

— Más pronto que tarde.

— Hay que contemplar dos posibles escenarios.

— Es un tema de mucho calado.

 

«Articulismo desde Sevilla»… Vivo en provincias, y a mucha honra, y eso imprime carácter. El columnismo es quizá un género del periodismo de Madrid; en Sevilla, gracias a Dios, podemos seguir haciendo articulismo del diálogo del azahar y la naranja, como un poema retrasado de los ultraístas del grupo «Mediodìa». Honesta carpintería literaria. Quizá, por decirlo en términos taurinos, sea el arte del codilleo. De la necesidad, virtud. Quizá la literatura sirva para suplir carencias informativas. No intento hacer información. Ni opinión. Hago retablos de lo que pasa a mi alrededor o de lo que se contempla desde el claro rincón de la provincia, donde como hay menos árboles, se ve mucho mejor el bosque de la política, de las mentalidades, de las tendencias.

En el artículo cabe todo. Es como un pequeño periódico de autor, de un

solo tema, o de varios asuntos bien ligados, o incluso un frito variado de varios

noticia que has visto en el telediario, un libro que has leído, una conversación que te ha sorprendido. Una palabra, a veces, te da todo el artículo ya hecho. A veces, los amigos que me conocen, me dicen en mitad de nuestra charlita: “Burgos, se te acaba de poner cara de recuadro”.

O te inspira el artículo una muerte que te han anunciado o cuya esquela has visto en ABC, porque los muertos no se mueren realmente hasta que su papeleta sale en el ABC. Ah, los gorigoris. Ah, la necrológica, qué filón, qué género dentro del género… “Ido Ruano, a mí los muertos se me dan como a nadie”, dijo Campmany, hermano mayor de la Cofradía de la Columna. A escala local, añado que a mí los gorigoris sevillanos tampoco se me dan malamente.

El artículo te permite una reescritura personal, esa visión de autor. Cuanto más lejos y más periféricamente te coloques, mayor singularidad tendrá lo que digas. Igual que muchos presumen de «estar en el ajo», donde se cuecen las noticias, otros escribimos sobre el humo que vemos subir desde las chimeneas de esos fogones. Paradójicamente quizá las nuestras no sean columnas de humo, como tantas otras.

Conviene haber sido cocinero del oficio periodístico, con su grandeza y servidumbre, antes que de fraile del claustro del articulismo. Desconfío del articulista que llega desde la cátedra, desde el ensayismo, quizá rebotado desde la política. A veces escriben artículos que deberían ser publicados con un tubo de Dolalgial retractilado en el papel de periódico. Yo, por ejemplo, empecé a escribir artículo diario cuando ya llevaba quince años de oficio en la redacción.

Así es como concibo el artículo, que es como una faena de muleta. Se puede empezar por alto o por bajo, con doblones o estatuarios; luego ha de seguir unas series de derechazos; algún adorno; para echarse la muleta a la izquierda, y dar unas series de naturales rematados por el de pecho. Y a cuadrar y a entrar a matar. Una mala estocada, un pinchazo, puede estropear la mejor faena y un mal final puede estropear el mejor artículo. Hay que conseguir que al final el lector saque el pañuelo, no para llorar por el petardo de artículo que has escrito, sino para pedirte la oreja.

 Texto de la conferencia pronunciada por Ignacio Camacho

POCO podía imaginar un servidor de ustedes cuando hace treinta años, que diga lo que diga el tango son una eternidad, iba con su grabadora y su ilusión de estudiante en prácticas a entrevistar al maestro Antonio Burgos en la vieja casa de ABC de Sevilla (Cardenal Ilundain), que no sólo iba a acabar escribiendo todos los días en la misma página del mismo periódico sino que iba a hacer junto a él el paseíllo en esta especie de Maestranza que es el hotel Alfonso XIII para hablar de un género periodístico al que entonces apenas soñaba remotamente con dedicarme. Pero no se fíen de las apariencias; él sigue siendo un maestro y yo apenas un discípulo con cierta fortuna, sobre todo la fortuna de poder seguir aprendiendo de él, de tenerle cerca y de que me honre con su amistad y su afecto. A mí me enseñaron de pequeño, antes de la LOGSE, a respetar las jerarquías, y en el simbólico paseíllo de esta noche tengo bien claro que debo andar unos pasos detrás de él, como sobresaliente o subalterno. Miren, uno de los privilegios que otorga escribir en ABC es éste de tener cerca a figuras a las que uno siempre ha admirado y de las que siempre ha aprendido o tratado de aprender; y aunque he tenido la fortuna de coincidir con Antonio en las páginas de D16 o El Mundo, creo que todo lo que he hecho en mi carrera profesional tenía la intención, consciente o no, de acabar siguiéndole los pasos en el periódico en el que aprendí a leer y desde el que él me enseñó, sin saberlo, el camino de la vocación de periodista y de articulista. Desaparecidos Campmany , al que por desgracia apenas pude tratar durante un breve tiempo, y Umbral, en quien también reconozco un magisterio más distante pero muy influyente, Burgos es junto con Manuel Alcántara el mejor articulista de España, lo que afirmo con presunción categórica y sin el “probablemente” con que ahora está de moda relativizar los juicios. Así que para empezar a aclarar conceptos podría esbozar aquí una definición del género que convendría ir incluyendo en los manuales de Periodismo: artículo es lo que escribe todos los días Antonio Burgos. Y como decía Martínez Albertos que el estilo de un artículo es el del articulista, pues que empiecen a hacer tesis doctorales los que quieran aproximarse a los secretos del asunto. Deben de tener por esas hemerotecas diez o doce mil textos para inspirarse.

Como él suele decir que la columna – probablemente—no existe, no será este humilde discípulo quien le lleve la contraria. El de columna no es en el fondo más que un concepto tipográfico, que alude a la disposición vertical en la página de ciertos artículos de aparición periódica. El de un servidor, por ejemplo, pero yo tampoco tengo conciencia de vivir en lo alto de una columna, como Simeón el Estilita, habilidad para la que, además de ascetismo, se requiere un acentuado sentido del equilibrio que no está a mi alcance. Me conformaría con ser un buen estilista, o al menos con acerarme a eso que los clásicos llaman rasgos de estilo, que es lo que dota de personalidad a un escritor. Puestos a buscar alguna categoría colectiva en que arroparme me gustaría si acaso podría considerarme nazareno de tramo de la Archicofradía de la Sagrada Columna, hermandad numerosa y heterogénea en la que, en todo caso, el maestro aquí presente sería preboste o hermano mayor, con vara, medalla e insignia. Pero en materia de cofradías no ha lugar a discusiones con Burgos, porque hay pregoneros de tanta autoridad que no se le pueden dar cuartos.

Burgos no ha escrito nunca columnas, sino recuadros, hasta hacer de esta palabra una marca registrada. Conviene aclarar que, aunque bien seguro estoy de que su enorme facilidad de escritura le permitiría adaptarse a cualquier formato, el de la columna es manifiestamente escaso para su talento. Ruano aconsejaba meter una sola idea en cada artículo, para no desperdiciarlas, y Umbral decía malévolamente que Azorín inventó el párrafo corto porque tenía las ideas cortas; así Burgos reinventó el recuadro porque le sobran ideas y lo que requiere es cauce para hacerlas correr sin cortapisas por los meandros de su fecunda expresión literaria. A otros nos basta y sobra con la distancia corta porque en ella disimulamos mejor y en la síntesis hacemos de nuestros defectos virtudes; yo les confieso que a partir del tercer párrafo empieza ya a faltarme el aliento y a disparárseme el ácido láctico, como a los sprinters cuando tratan de correr los 400 metros, que es la carrera del atleta perfecto. Siguiendo el símil del atletismo, que no es tan descabellado porque a menudo los articulistas sudamos tinta, el artículo de fondo sería la distancia de cross, el hectómetro; y la columna vendría a ser una prueba de velocidad, los 100 metros. El recuadro serían los 400, y Burgos, por tanto, una especie de Michael Johnson, que no en balde fijó su récord legendario en Sevilla en lo que los expertos consideran la mejor carrera de la Historia. Probablemente, claro.

Esto de las metáforas es un juego peligroso, en el que a menudo los escritores de periódicos, columnistas, articulistas o juntaletras de cualquier rango nos liamos y acabamos enredados en la superficial trampa de confundir las ideas con las frases y de olvidar que lo importante no son las imágenes ni el ingenio, sino los conceptos a cuya expresión sirven. Así que vayamos al concepto. Y el concepto es que sea con columnas, recuadros o faldones, de lo que estamos hablando es del periodismo literario y de opinión, que es en la actualidad el principal valor añadido de la prensa, el factor diferencial que permite a los periódicos ofrecer un menú distinto con el que competir, no sé por cuánto tiempo, con la inmediatez de los medios audiovisuales y electrónicos. Denostado quizá por su exceso de presencia, algo bueno debe de tener cuando incluso las tertulias, el género estrella de medios de mayor audiencia como la radio y la televisión informativa, está basado en el concurso de los escritores y opinadores de la prensa de papel. Por ahora estos espacios de glosa y reflexión escrita, con mayor o menos calidad expresiva, continúan manteniendo un liderazgo de prestigio, y actuando como prescriptores de opinión en el mercado de las audiencias. Quizá eso sea en el fondo lo que somos: vendedores de ideas, o acaso mejor empaquetadores de ideas, que servimos listas para consumo a un público que no tiene tiempo ni ganas de cocinárselas por sí mismo. Preguntamos, escuchamos, reflexionamos y servimos el fruto de ese viejo proceso del periodismo que consiste en oír y contar, sólo que además lo envolvemos en el celofán de una prosa razonablemente construida. Listo para consumir en el desayuno y llegar a la oficina con los criterios ordenados para la discusión y la tertulia.

He hablado de desayuno y me detendré un momento en el café con leche porque me parece un asunto esencial de la relación entre el articulista y sus lectores. Los columnistas, sobre todo los de Madrid, almorzamos a veces con ministros o banqueros y merendamos con diputados o senadores, en busca de información o por lo menos de chismes con que ilustrar a la parroquia; ocurre menos a menudo de lo que parece, pero ocurre, y ay de aquel que llegue a creerse que se trata de un asunto importante. Y no sólo se almuerza con próceres: también se desayuna, en vista de que en Madrid, a las nueve de la mañana,

o das un desayuno o te lo dan, en esta peculiar democracia del canutazo en la que parece que lo importante es decir ante un montón de micrófonos la primera parida del día, para tomar ventaja sobre los que van a pronunciar la segunda, la tercera y la cuarta. Todo esto es cierto; pero el desayuno que de verdad importa o debe de importar a quien escribe en los periódicos es el que todos los días le cita con los lectores, porque ahí es donde se fragua la relación esencial entre un periódico y sus clientes. Lo de comer con ministros resulta bastante aburrido, se lo aseguro, y gastronómicamente nada interesante, sobre todo desde que se ha impuesto la costumbre de almorzar en los Ministerios, cuyo catering es manifiestamente mejorable. Y del café de los desayunos de trabajo ni les cuento: Tom Wolfe decía que sabe a cable de teléfono derretido. Lo que entretiene de veras, lo que motiva al escritor de periódicos, lo que constituye el núcleo de su tarea fundamental, es desayunar todos los días con unos lectores a los que no les ves la cara, contarles su visión de las cosas asomado a una especie de espejo sin azogue que no deja ver quién hay detrás, hacerles confidencias, comentarios, narrarles anécdotas, procurar entretenerles un poco y dejarles cada día algo de uno mismo. Interesarles, entretenerles y quizá hacerles reflexionar. Yo creo que un artículo que consigue una de estas tres cosas ya ha cumplido su función; con dos se puede considerar un éxito, y con las tres lo puedes presentar a un premio.

En este rito del desayuno cotidiano, invisible, con los lectores resulta tan imprescindible como el café o las tostadas el ingrediente de la repetición. El periódico funciona en tanto que es un hábito, y el artículo necesita formar parte de esa costumbre.

Escribir en un diario es escribir todos los días, de lunes a domingo, 360 días al año, lo que permite establecer una suerte de conversación ininterrumpida, en la que el lector establece un vínculo de complicidad capaz incluso de perdonar la evidencia de que no siempre está uno a la altura de las expectativas. Si confía en ti, si te lo ganas, aunque una mañana no encuentre interesante tu charla, te esperará a la siguiente; lo esencial es conseguir una cierta fluidez de comunicación, una confianza a partir de la cual se pueda crear una referencia. Para eso es esencial que el lector note tu esfuerzo por captar su interés hablándole de lo que le importa; yo soy de lo que piensan, como Alcántara, que hay que vender pescado fresco, recurriendo lo menos posible a la nevera. El que compra un periódico quiere que le hables de la actualidad, que le ayudes a comprender lo que está pasando, y su esfuerzo de acercarse al quiosco merece el tuyo de acercarte a sus expectativas. Porque nada hay más viejo que un periódico de ayer, el oficio requiere una renovación continua de materiales para estar a la altura de las exigencias.

Esto no quita la necesidad de un articulismo literario que introduzca pausas en el discurso, tantas veces cansino y aburrido, de la actualidad, y que ha sido seña de identidad del mejor periodismo nacional y desde luego de un ABC en cuya Tercera han escrito las mejores firmas, a izquierda y derecha, del horizonte intelectual español del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Aquí el maestro Burgos es sin duda el más brillante de los escritores actuales capaces de parar el tiempo, como Curro, en un lance intimista, en una disgresión cotidiana o en una glosa abstracta que traen al periódico un soplo de hondura, un perfume de poesía o una cosquilla sentimental. Yo no he visto nunca un tío capaz de tener una nevera tan bien surtida de género de primera clase, de artículos de lujo, como él mismo los ha llamado en un libro memorable; pero para eso se necesita ser algo más que un periodista; un escritor con todas las letras, y de todas las letras, y eso sólo está al alcance de unos pocos. La raza periodística de Burgos es, no obstante, tan potente que yo le he visto a menudo reaccionar desde cualquier lugar del mundo y en cualquier circunstancia para cambiar sobre la marcha la entrega adelantada con el fin de cumplir esa máxima sagrada de ponerse a disposición del lector cuando los hechos requieren una toma de postura inmediata, taxativa y urgente.

La posibilidad, cada vez menos explorada, de descolgarse hacia una mirada oblicua, literaria, plantea el último de los asuntos que yo quería reflexionar con ustedes esta noche, que es el de la inflación de política en el articulismo español, que con frecuencia oscurece esa veta más profunda que ha constituido una brillantísima tradición en la prensa nacional, que es la del periodismo literario, el que viene de Larra y sigue por Cavia, Ruano, Camba o Pemán para desembocar en las estelas de fuego de los citados Umbral o Campmany. Seguro que ustedes están de acuerdo en que hablamos demasiado de política, pero seguro también que no admitirían un columnista que siempre se estuviese andando por los cerros de Úbeda del lirismo más o menos abstracto. Esto tiene que ver con la alta temperatura ideológica y política de la prensa española y de su público, un fenómeno muy característico de nuestro periodismo contemporáneo, quizá más relacionado que ninguno, para bien y para mal, con las vicisitudes de la escena pública. No nos engañemos: la gente dice en las encuestas de mercado que no le interesa la política, pero no compraría periódicos que le hablasen sobre todo de temas sociales o humanos, y mucho menos de cultura o de la simple sensibilidad de las cosas cotidianas. El público quiere caña, metralla, un debate que prolongue en la prensa el clásico rifirrafe español de café y casino. En cierta medida nuestros diarios son todavía herederos del periodismo polemista decimonónico, y quizá no sea exagerado afirmar que hay en ellos más vitalidad política e ideológica que en el Parlamento, y desde luego más que en esos Parlamentos de la señorita Pepis de las autonomías. De algún modo con la política pasa lo mismo que respecto a la telebasura: no habría tanta si no hubiese tantos consumidores dispuestos a deglutirla.

Basta asomarse a internet para comprobar la clase de pasión con que los españoles seguimos discutiendo de política. En los foros y los blogs se producen auténticas batallas de opinión, a veces con una virulencia verbal cainita y guerracivilista, con un trazo de insulto atroz y descarnado, que convierte en verdaderos caballeros a los escritores más canallas de la prensa escrita. En ese sentido, el articulismo viene a representar la espuma de dignidad y hasta mesura del oleaje ideológico en el que los españoles se siguen peleando a garrotazos goyescos; por lo menos, incluso cuando practicamos la crítica más enconada y más subjetiva lo intentamos hacer desde una prosa bien construida en la que el lenguaje, la herramienta esencial de la palabra, represente una cierta frontera de respeto, de moderación y de racionalidad relativa.

Y, bueno, quedaba en teoría un último asunto en el epígrafe de esta charla a dos voces, que es el de la coletilla machadiana de “
y Sevilla” que forma parte de la convocatoria. Simplemente les diré, a salvo de los matices que podamos efectuar en el coloquio, que yo no creo a efectos de calidad en diferencias locales ni territoriales, ni en columnistas de Madrid, de Sevilla o de Málaga. Creo en temas próximos y en temas lejanos. En miradas interesantes y en miradas aburridas. Creo en articulistas buenos y malos, brillantes y oscuros; en periodistas honestos y deshonestos, documentados o superficiales, veraces

o mentirosos, y eso tiene que ver con la condición de las personas y con la intensidad de su formación intelectual y de su compromiso moral. Aquí y en China, que diría Carod Rovira, don Josep Lluis, que tantos jornales nos ha dado a ganar. Y creo también, ya que estamos en ello, que si alguna vez la prensa nacional entra en la crisis que pronostican los agoreros y los apocalípticos de las nuevas tecnologías, siempre quedará un periódico local, un blog de internet o hasta un sms de 138 caracteres para contarle a la gente lo que ocurre en la acera de enfrente o al otro lado del mundo. Y un montón de tipos dispuestos a hacerlo desde cualquier parte. Probablemente.

Sevilla, 23 de Febrero de 2009

 

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