Las familias que viven en la Cañada Real de Valdemingómez se muestran incrédulas y temerosas ante su futuro. Su mayor miedo, el derribo sin realojo. «¿Qué haríamos con nuestros niños?», se preguntan

«Y si tiran las casas y nos dejan sin vivienda, ¿adónde vamos? No sería solución». Antonio Maya es pesimista con el acuerdo entre la Comunidad de Madrid y los municipios afectados por la Cañada Real. «Aquí vivimos como bichos, pero al menos tenemos donde vivir».
Antonio habita con su mujer, María, y sus nueve hijos en la «Cañada profunda» o «Cañada sin asfaltar», el poblado más olvidado dentro de la zona de Valdemingómez, en Vallecas, desde 2003. «Todos los años se rumorea que van a tirar las casas y que se va a hacer algo, pero hasta que no lo vea no lo creo». Teme que la solución administrativa les obligue a empezar otra vez de cero, peor que ahora, con menos que nada.
El matrimonio vive en una casa baja de ladrillos desnivelados, instalada a escasos cientos de metros del mercado de droga. Sin suministro de luz ni agua corriente, en medio de un camino polvoriento, bacheado en verano y barroso e inundado en invierno. Imposible salir de allí.
Antonio se siente abandonado por las administraciones y la desconfianza es su primera impresión tras escuchar la noticia: «No creo que nos vayan a dar una nueva vivienda ni que mejoren la zona. Los políticos sólo actúan por provecho económico y de aquí no van a sacar ningún beneficio. No tiene sentido cerrar la Cañada».
Los hijos tienen entre uno y diecisiete años. «Todos escolarizados», afirma la madre con dignidad. «¡Ojalá que nos den una vivienda!», suspira. El deseo de la familia es salir de allí, pero no tienen dónde ir. Ni siquiera están integrados con el resto de las familias gitanas vecinas, a pesar de compartir penurias.
«¿Y los chiquillos?»
En la «zona sin asfaltar», más adentro, se encuentra la vivienda 182, según reza una pintada hecha con spray azul. Bajo un techo de plástico que hace de porche, charlan mujeres y hombres de una misma familia de etnia gitana. Les acompañan niños pequeños desnudos o cubiertos con un bañador. «¿Y qué pasa con los chiquillos si nos quedamos sin vivienda? No nos pueden dejar en la calle. Somos españoles», amonesta Pedro Muñoz tras conocer la noticia.
La familia Muñoz la forman 27 miembros repartidos en cuatro casas colindantes. «El chabolismo está más vigilado. Si nos echan, no podremos levantar una casa en otro lugar», protesta Pedro.
Su hermano Miguel, que les visita todas las semanas, fue realojado hace 20 años en un piso de más de 100 metros cuadrados en Moratalaz. Paga una cuota de 150 euros mensuales. «El cambio fue importante. Aquí las mujeres no tienen baño ni agua. Hacen sus necesidades en el campo y las ve todo el mundo. Si les dieran por lo menos una casita con luz, agua y servicio... porque esto es una vergüenza: la basura les come y las moscas están por todos los lados», expresa Miguel.
«En invierno este tramo es un infierno. No hay quien salga de casa con el barrizal que se monta en el camino. La parada de autobús para que los niños vayan al colegio está a medio kilómetro. A veces, se tienen que quedar en casa», comenta la sobrina de Pedro.
Todos coinciden en la idea de que lo mejor sería que les dieran un piso fuera de la Cañada. «Aquí hay mucha gente mala», aseguran. Pedro sostiene su propia medida: «Que tiren todo y que den al que esté empadronado desde hace años una vivienda digna». La solución es acogida con agrado por el resto de familiares: «¡Eso! Pero sólo a aquellos que lo necesitan porque los de la carretera, los que se dedican a vender droga, tienen grandes mansiones», aclara Miguel.
Sin excusas burocráticas
«Ya no existe excusa». El padre Agustín Rodríguez, de la iglesia Santo Domingo de la Calzada, es optimista con el «nuevo marco legal con el que poder trabajar». La parroquia, inmersa en plena Cañada Real en Valdemingómez, trabaja día a día con la familias olvidadas.
El padre Agustín no quiere hacer triunfalismos: «La buena o mala noticia dependerá de las decisiones particulares de cada ayuntamiento».
