Igor González de Galdeano, director del Euskaltel-Euskadi, descuenta los kilómetros hasta la meta. Quedan dos. «Necesitamos un milagro». Galdeano coge la emisora: «¡Cierra los ojos, Mikel! ¡Ahora!». Mikel es Astarloza, que va escapado con Moinard, Pellizotti y Van den Broeck. Mikel, el lento. La tortuga. Siempre en fuga. Nunca gana. Cincuenta metros por detrás, vienen también Fedrigo, Casar y Roche, veloces, letales. Y Galdeano teme lo peor: la enésima derrota. Entonces, instintivamente, pega un grito: «¡Mikel, no frenes, como si te vas de frente contra la curva! ¡Cierra los ojos!». El guipuzcoano, que de niño obedeció a su padre y fue ciclista en vez de remero, también hace caso a Galdeano. Ciego entre curvas. Cuando vuelve a abrir los ojos ya está bajo la pancarta. Eleva los remos y moldea el aire con su infinita alegría, la tercera del Euskaltel-Euskadi desde que vino al Tour en 2001.
«Es el mejor día de mi vida». Astarloza ha tenido que subir muy alto para encontrarlo. Ayer le premió el Tour. Al lado del Mont Blanc, la cima de Europa. Para llegar a la meta había que escalar el Mont Blanc por sus dos lados, por el Grand Saint Bernard y después por el Petit Saint Bernard. «Somos un gran equipo que no gana nunca», les retó Galdeano a sus corredores en el hotel. «¡Necesitamos ganar!». Media hora antes de partir desde Martigny, los ciclistas del Euskaltel-Euskadi no paraban de dar vueltas. Encencidos. Luz naranja. Venga a sudar sobre la bici. Tenían cita con el milagro.
Ellos, casi desesperados, aceleraron la ascensión al Grand Saint Bernard. Bajaba la lengua del glaciar, subían Egoi Martínez, Verdugo, Txurruka, Antón y Astarloza. En cada fuga. Detrás, el Astana de Contador soltaba hilo. Permitía que el Euskaltel, más Pellizotti, Karpets, Marchante y una decena de dorsales más se alejara. El líder madrileño restó ayer un día para París; sumó crédito. La única escaramuza del día le aguardaba en el último puerto, en el hermano pequeño de los Saint Bernard. Allí le probó otra familia: los Schleck. Andy y Frank. Sólo resistieron Contador, su compañero Kloden y Wiggins, la revelación del Tour.
Menchov ya había apagado su bombilla. Como Evans. Sastre, a lo suyo, de menos a más. Y Armstrong, otra vez relegado al primer hachazo. Pero aún no se siente como esos viejos elefantes, nobles, que se apartan de la manada, buscan una sombra y esperan el final. Él, todavía no. Reaccionó su orgullo. Sobre esa rabia se subió de nuevo al grupo de Contador. Luego vinieron los demás. Todos menos Evans. El Mont Blanc les vio pasar juntos, a rueda del patrón: de Contador.
La tregua entre los fuertes abrió una puerta a la fuga. Verdugo y Antón entablillaron la subida final para Astarloza. Pero no pudieron evitar que se fueran Pellizotti y Van den Broek. Pellizotti es italiano y estaba en Italia, en Aosta. Astarloza les atrapó antes de la cima. Con la sonrisa trágica del sufrimiento. Y con fe. La del remero. La que le enseñó su padre. Algún día llegará la orilla. Aunque haya que subir al Mont Blanc.
Dicen los montañeros que lo peor no es subir, sino bajar. Que la cumbre acaba en el campo base. Así fue ayer. En el pelotón, el alemán Voigt se dejó el rostro y el pecho en una caída a traición. En recta. Por culpa de un pequeño bache y de la relajación. Quedó inconsciente. Molido. Es el riesgo de la bajada.
Hay que tener mil ojos. Eso, o bien obedecer a Galdeano: «¡Cierra los ojos!». La orden del milagro. Y Mikel Astarloza pulsó el interruptor. Sin luz. A tientas. Sólo escuchó el latido loco de su corazón. El mismo sonido que un día, en Luz Ardiden, oyó Roberto Laiseka, y después, en Alpe d´Huez, Ibán Mayo. La tercera sinfonía del milagro naranja.


