Historia de una soledad. Sucedió el jueves, unas horas antes de la contrarreloj de Annecy. Contador bajó al vestíbulo del Palacio de Menthon, el lujoso hotel del Astana. Nadie, nada. Ni auxiliares ni coches. Sudor frío. Mirada al reloj. Pero, ¿dónde están? El hotel dista de la salida varios kilómetros. Y el líder del Tour, en chanclas, bolsa en mano y solo.
Entonces entró al hall, buscó una respuesta y la halló: Armstrong había ordenado a los auxiliares ir a recoger a su mujer, a sus hijos y a sus amigos al aeropuerto. Contador bajó el último porque iba a ser el último en salir en la contrarreloj. Armstrong le había quitado el coche. Fue el colmo. Sudor caliente. El de la rabia. Llamó a su hermano Fran. Vino a buscarle y le llevó, en un vehículo privado, hasta Annecy. Salió el último y llegó el primero. Su mejor victoria. En la crono. En solitario. Como ha ganado su segundo Tour.
Entonces entró al hall, buscó una respuesta y la halló: Armstrong había ordenado a los auxiliares ir a recoger a su mujer, a sus hijos y a sus amigos al aeropuerto. Contador bajó el último porque iba a ser el último en salir en la contrarreloj. Armstrong le había quitado el coche. Fue el colmo. Sudor caliente. El de la rabia. Llamó a su hermano Fran. Vino a buscarle y le llevó, en un vehículo privado, hasta Annecy. Salió el último y llegó el primero. Su mejor victoria. En la crono. En solitario. Como ha ganado su segundo Tour.
En 2007, tras lograr el primero, regresó a Pinto, su otra casa. Pero dejó la luz encendida en su hogar parisino. Sabía que iba a regresar. Le impidieron hacerlo en 2008. Y este año también le colocaron una barrera: Armstrong. El americano volvió cambiado. Buena cara. Nada de ladridos. Firmaba autógrafos; sonreía; repartía entrevistas... Hasta decía que ayudaría a Contador. Pero hay otra versión.
Menudo podio. Contador feliz en su fiesta. Privada. La celebró solo. Armstrong, con cara de puño. Tieso. Se dieron la mano sin mirarse. Más pareció una cita para el 2010, cuando ya ninguno estará en el Astana. «Volveré al Tour con un equipo que sólo piense en mí», aclaró el madrileño. El podio fue suyo, escoltado por el joven Andy Schleck y el viejo Armstrong. Mérito. Otro hito en su biografía cuatro años después de retirarse. Aunque no regresó al lugar que quería. La plaza estaba ocupada por Contador.
La subida más difícil de Contador no tuvo imágenes. Otros la contaron. Se disputó en el hotel y en el autobús: durante una etapa, Armstrong sentó al fondo del bus a sus invitados, justo en el lugar que ocupa siempre el madrileño. Una más. Armstrong, a la suite. Contador, a dormir con Paulinho, su único fiel. Y así todo el Tour. Callado, escuchando: «No hay que ser un premio Nobel para saber que va a haber abanicos», ironizó Armstrong cuando Contador cayó en la trampa de La Camarga. No respondió en el hotel. Sí en la carretera. Atacó en la primera llegada en alto, en Arcalís. Sin el permiso de Bruyneel, el director sólo de Armstrong.
El madrileño estaba preparado para este Tour psicológico. Entrenado en la carretera y en el diván. Durante la segunda jornada de descanso, llamó al fabricante de sus zapatillas. Le pidió una par de color amarillo. Para París. Recogió el premio en el curioso podio de ayer. Armstrong, descolocado en el tercer puesto, lució su gesto más seco. Andy Schleck, el segundo del Tour, tiene una cita con el futuro. Pellizotti subió a por la montaña. Cavendish, a por su sexta etapa. Y el Astana, a celebrar el título de mejor equipo. Qué paradoja. Ganó el equipo que no lo fue nunca.
Hubo cosas raras en el podio. No sonó el himno español a la primera, sustituido por el danés. «¡Jaime, que lo pongan. Que lo pongan!», le pedía Esperanza Aguirre a Lissavetzky, secretario de Estado para el Deporte. Sonó al final para terminar el Tour solitario de Contador.




