
EFE | Cintio Vitier, en La Habana en 2006
Con Cintio Vitier se ha marchado uno de los protagonistas del movimiento que suele emblematizarse con la revista «Orígenes» pero que, en rigor, es una historia de periodismo literario cubano que abre «Verbum» en 1937 y sigue con «Espuela de Plata», «Nadie parecía» y la citada «Orígenes» hasta 1956. Quizás el primer impulso fue la presencia en Cuba de Juan Ramón Jiménez, su especial predicamento entre los poetas jóvenes (Baquero, Gaztelu, Vitier; su mujer, Fina García Marruz; Rodríguez Santos, luego Eliseo Diego) y el mecenazgo de José Rodríguez Feo, con la gran penumbra, al fondo, de Lezama Lima.
Varias influencias se concentraron en ese momento estelar de las letras caribeñas, ya decantada la experiencia vanguardista de la revista de avance. El lirismo abstracto y la religiosidad existencial del último Juan Ramón, el simbolismo muy destilado de Valéry a través de Mariano Brull, un barroquismo de exuberancia tropical pasado por Rubén Darío y la peculiaridad de un catolicismo muy ligado a las vivencias sensibles, al cuerpo, no ya como lugar del pecado y el dolorido sentir del destierro sino, al contrario, como escenario de la Encarnación, del Hijo de Dios hecho carne y de la palabra como carnal.
De ahí el carácter celebratorio y lleno de paisaje natural y humano que esta poesía puso en escena. Vitier, como Diego, son la variante más meditativa y despojada del llamado «origenismo» poético. Así se lo advierte en la obra vitiana, insistente en sus soluciones en el arco que va, por ejemplo, de «Vísperas» (1938) a «Poemas de mayo y junio» (1990). Desde su rincón en la Biblioteca Nacional habanera, supo nadar y guardar la ropa durante el régimen castrista, tan celoso de la pureza doctrinal y tan desconfiado de la lealtad letrada.
Para Cintio, el origenismo fue un destino y así lo probó en su antología comentada «Diez poetas cubanos» (1948) y en una novela que puede leerse en clave, «De Peña Pobre» (1976). También le preocupó el tema obsesivo que, cuándo no, se vincula con los orígenes: la identidad cubana. Siguiendo la línea de Mañach, Fernando Ortiz, el propio Lezama bajo el auspicio de María Zambrano y que llega hasta Benítez Rojo, buscó las señas de lo insular, recóndito y fundacional en su estudio sobre «Lo cubano en la poesía» (1958).
La poesía de Vitier, preocupada por el enigma humano, el hombre como un ser arrojado a un mundo extraño que es, al tiempo, el único propio, maneja con perspicacia la constante dialéctica entre lo efímero y lo permanente, a través de la vida de lo sensible que llamamos existencia y que la palabra poética convierte en experiencia. Allí donde todo aparece para desaparecer y reaparecer, la palabra insiste, en ocasiones como certificación, en otras como meditación, en otras como memoria y delirio. En todo caso, pretende ser original, o sea: decir lo que nunca se ha dicho y seguirá diciendo desde el origen constante del verso.
Palabra que no necesita dar razón de lo que dice, como la filosofía o la ciencia, sino que es ella misma su propia razón de ser.
