Qué perra vida, Andrés...
Actualizado Domingo, 18-10-09 a las 15:30
El viernes apareció el cuerpo sin vida de Andrés Montes. Estaba en su casa y parece que sufrió un infarto. Ya salió con bien de uno a tiempo, en el 90, pero esas cosas te dejan con zumbidos tras la oreja. Aún están con la autopsia intentando descifrar cómo ha pasado algo así.
Sin embargo, una cosa es segura: la vida no es tan maravillosa como nos decía Andrés. Siempre se definió como un vendedor de humo: «En este programa no les vamos a dar noticias ni primicias. Sólo les vamos hacer pasar un buen rato, que para eso está la vida». Paseaba entre las tinieblas y entre los días luminosos con el mismo rostro impasible, uno de estos tipos que están seguros de que cuando la vida va, él ya está volviendo.
Probablemente, no fuera algo real. En los viejos tiempos, en las vísperas de las batallas finales, en aquellos partidos norteños donde la Quinta del Buitre se acongojaba ante los tornillos y el hierro pamplonica, Andrés, Sixto Miguel Serrano y el que suscribe viajábamos entre la niebla, jugándonos el pellejo en mil carreteras malditas. Y él lo pasaba mal. Era muy aprensivo, porque ni el corazón ni el riñón le funcionaban adecuadamente. Pero, por encima de todo, de esos miedos y de los sufrimientos diarios, estaba su profesión. Le gustaba lo que hacía, y lo hacía bien.
El inventor de palabras
Creó un estilo nuevo y a caballo de él dividió las aguas: unos le adoraban como el gran tótem de las retransmisiones deportivas, mientras que otros no le podían ni ver. Pero nunca resultó indiferente a nadie. En realidad, su profesión era como la de aquel personaje que Camilo José Cela se inventó en la película de Camus («La colmena»): un inventor de palabras. Fuera del micro era igual que dentro. Se nos presentaba en las comidas («Cue, ya no comemos como antes. Tenemos que vernos más») con un abrigo largo que pretendía ser el de Matrix. Pero su 1,65 no alcanzaba los 1,85 de Keanu Reeves, así que casi lo arrastraba. Llevaba un sombrero enorme y una sonrisa aún más grande. Nos alegraba mucho verle, porque tenía un carisma tremendo y, sobre todo, un ingenio natural para hacer reír. Siempre nos asombró la facilidad que tenía para encontrar el apodo a los jugadores, justo el que les iba.
Tras pasar por Antena 3, dio el pelotazo en Radio Voz apoyado en gente como Miguel Ángel Méndez, José Luis Corrochano, Teo Pereiró , Jorge García... Un equipo de super élite antes incluso de que ellos mismos lo supiesen. A partir de ahí, todo vino rodado. Era mucho más efectivo en el baloncesto que en el fútbol porque en la concentración del juego resultaba más conciso y certero en los comentarios. Pero, en realidad, de lo que Andrés sabía mucho era de música, y de música negra. Era especialista en la Tamla Motown, el sello que los distinguía, y estaba enteradísimo de todo lo que concernía al jazz, al free-jazz y al rytmh&blues.
Nos ha dejado sin pajarita y sin comentarios en la NBA. También ha dejado huérfano a Antoni Daimiel, con el que creó una pareja inigualable (también con el entrañable Santi Segurola), y le ha dejado triste y sin consuelo. A él y a todos nosotros.

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