Desde hace unas horas, España, la Selección, está como en la maravillosa canción de Bob Dylan: «Llamando a las puertas del cielo». En la gloria. Tres mil millones de espectadores, el doble que la audiencia de unos Juegos Olímpicos, han seguido los pasos justos y medidos de un equipo de fútbol que ha cautivado, emocionado, ilusionado y unido a toda una nación, por fin, orgullosa de serlo. Tiene gracia que sea el fútbol —y ¿por qué no?— uno de los elementos más sólidos de la vertebración nacional. Ayer por la tarde, un camarero del bar de la esquina, que todos tenemos, me confesaba: «Espero que el jefe decida cerrar, porque si no me pongo enfermo, pero no me pierdo el partido, y mañana, ya veremos».
Los hijos adolescentes de unos amigos, durante la comida, solo manifestaban una duda, si seguían el partido en Cibeles o en el Bernabéu; toda España, la mejor España, joven, alegre y confiada, esperaba ansiosa la hora definitiva, el pitido del comienzo, la ilusión que viajaba bajo la mágica y misteriosa forma de un equipo de jóvenes dispuestos a entregar a sus compatriotas un racimo inmenso de ilusión. No es este el lugar de comentar tácticas y estrategias, de tal jugada y la siguiente. Es la hora de abrazarse con quien tienes al lado y de soñar. De soñar en la inmensidad de una ilusión cumplida, de un anhelo largamente ansiado. Lo ha logrado una generación nacida, crecida y educada en la democracia. Y lo ha logrado con un monumental despliegue de belleza e imaginación, de pasión y entrega. El ejemplo de un futuro que es ya presente.