
ABC
Margarita Ruiz de Lihory en sus años de juventud
En los aledaños de la calle del Mar de Valencia, una vía lleva el nombre de José María Ruiz de Lihory, último barón de Alcalalí y San Juan de la Mosquera, alcalde de la ciudad entre 1884 y 1885 y descendiente de una familia de rancio abolengo que se retrotrae a los primeros caballeros que llegaron desde el Reino de Aragón con las tropas de Jaime I. Lo que no cuentan los estrechos muros de esta callejuela es la agitada vida de su hija, sin duda mucho más jugosa que la del citado aristócrata. Pintora, periodista, agente secreto en la guerra del Rif, docente, abogada, viajera cosmopolita y activista feminista (aunque sin abandonar nunca su recalcitrante conservadurismo), Margarita Ruiz de Lihory fue una mujer excéntrica y adelantada a su época, cuyas gestas ha estudiado y compilado en un magnífico libro el médico psiquiatra Cándido Polo. A lo largo más de trescientas páginas, este licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación desmenuza la biografía de esta mujer irrepetible, marcada por una megalomanía extrema que la llevó a perder el juicio en el último tramo de su vida. La prueba definitiva de ello fue su implicación en el llamado «Caso de la mano cortada», un morboso suceso por el que corrieron ríos de tinta en la prensa de mediados de los años cincuenta. La marquesa de Villasante y baronesa de Alcalalí -títulos nobiliarios que prodigó toda su vida aunque en realidad correspondían a su hermana María de la Soledad, con quien mantuvo un proceloso litigio judicial- fue acusada de haber profanado el cadáver de su hija, quien había muerto días antes en la casa que ambas compartían en Madrid. El episodio finalizó airosamente para ella tras un fugaz encarcelamiento de un mes en Carabanchel y la emisión de un informe psiquiátrico más que benévolo, en el que al parecer su amigo Francisco Franco tuvo algo que ver.
El «caso de la mano cortada» conmocionó a la España nacionalcatólica de la época (en la que no era frecuente ver a la clase aristocrática envuelta en escándalos) y puso los cimientos de una leyenda negra que llega hasta nuestros días -la decadente mansión albaceteña en la que murió en 1968 consumida por su delirio y en la más profunda miseria, sigue siendo hoy lugar de peregrinación de ufólogos y contactistas, convencidos de encontrarse en un polo de energías telúricas-. Sin embargo, el revuelo mediático también sirvió para exhumar el glorioso pasado de Ruiz de Lihory durante los locos años veinte, en los que demostró una incontestable habilidad para promocionarse a sí misma y moverse en las esferas de poder, al estilo de la célebre Mata-Hari. También la noble valenciana hizo sus pinitos como agente secreto en Marruecos entre 1922 y 1923, «aprovechando» su estancia como corresponsal durante la sublevación de las tribus rifeñas contra la invasión colonial española y francesa.
El libro nos presenta el perfil protofeminista de una mujer capaz de abandonar a su marido, dejar a sus cuatro hijos a cargo de la abuela y marcharse a hacer las Américas (anhelando el éxito que sí recabaron sus contemporáneos Sorolla y Blasco Ibáñez), donde vivió como si fuera un personaje de las novelas de Scott Fitgerald. Fue en suma una mujer atrevida e inteligente, que sin embargo no podríamos emparentar exactamente ni con las grandes intelectuales de principios de siglo como Gertrude Stein o María de Maeztu, ni con las Evas modernas Josephine Baker o Tórtola Valencia. Margarita Ruiz de Lihory, inconformista reducto de un mundo en decadencia, el de la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera, cultivó una vida fascinante y plagada de contradicciones que vale la pena conocer.