La carta de Juan José Aguirre envió a su fundación tras llegar a Bangassou tras seis meses en España

«Aquí nadie vende mascarillas, pero tampoco pueden comprarlas»

Juan José Aguirre, obispo cordobés en la diócesis de Bangassou (República Centroafricana), ha regresado a la tierra africana después de estar seis meses en España retenido por el confinamiento que le impedía volver. A su regreso, ha enviado una carta a la Fundación Bangassou en la que recoge la dura realidad de aquella zona, aumentada en los últimos meses por la letalidad del virus ante el que se exponen con el máximo de los desconocimientos. Esta es la carta íntegra:

Acabo de volver a Bangassou después de 6 meses de confinamiento. Traía mi PCR negativo hecho, pero nadie me lo pidió en ningún sitio del largo viaje. Aquí es como letra muerta. He caído de lleno en zona de coronavirus atenuado, como una alerta que todos oyen y nadie sabe dónde está, como si alguien hubiera cortado al bicho una parte de su mortal aguijón. Un covid19 borracho y entontecido. En Europa y en el mundo parece que llega «un cambio de época» por efecto de la pandemia. En Centroáfrica todo parece seguir igual. Luchas intestinas, mercenarios que pisotean impunemente el país, las grandes potencias que se disputan sus materias primas, acuerdos firmados que son pólvora mojada, elecciones en el horizonte… Nos roban todo menos la esperanza. Centroáfrica recibe mucho dinero de la OMS para frenar el covid19 pero los casos son pocos y muy poco letales.

En la capital, Bangui, parece que ha habido más contagios y muertes, sobretodo en ciertos barrios hacinados. Eso si, decenas de ONGs pasan haciendo estadísticas sobre el covid19, sesudos organigramas, encuentros de formación sobre el uso de la mascarilla -que aquí en Bangassou el 99% de la población no usa- idas y venidas para llevar cubos con lejía a pueblos lejanos, largos viajes por caminos infectos para proclamar en plena selva que un día podría llegar aquel que mata a tanta gente en el resto del planeta.

He contado hasta 6 en Bangassou que han recibido fondos para luchar contra el covid19 y dan la misma formación a la misma gente con los mismos contenidos. Ojalá que nunca llegue a ser tan letal como en Sudáfrica, sobre todo con la virulencia que hemos visto en Europa en los meses de invierno y primavera. Aquí en Bangassou la gente solo usa las mascarillas en la Iglesia los domingos. Además, nadie puede obligar a los habitantes de un país ocupado en su 70% por criminales señores de la guerra a usar unas mascarillas que no pueden pagar. Y aunque quisieran, tampoco, porque no hay donde comprarlas. Aquí nadie vende mascarillas. Ni en el mercado. El precio de una sería lo que una mujer rebaña en una mañana de trabajo en el mercado.

Aquí mi gente tiene solamente la mascarilla multiusos que hemos cosido en el taller de costura diocesano. Mujeres musulmanas y cristianas juntas para confeccionar mascarillas de colorida tela africana. Obligamos a miles de niños de nuestras 18 escuelas a lavarse las manos con jabón y agua con lejía antes de entrar a clase. Los «obligamos» a tener distancia interpersonal durante el recreo… pero los niños dicen que nanay de la China, que la mirada está en la pelota no en el virus. Tampoco llevan mascarilla las autoridades.

Vinieron a verme después de la misa la delegada del gobierno en Bangassou junto con el subdelegado y el alcalde. Sin mascarillas. Yo coloqué sus sillones un poco retirados entre sí y hablamos de muchas cosas políticas y sociales. No se habló de covid19. El campo de desplazados musulmanes enfrente de la catedral apesta de desconsuelo, aparte del olor de las letrinas que se funde con el de las lonas de las chabolas tostadas por el sol. Ya no hay inseguridad en Bangassou.

Hace tres años estuvimos en el infierno. Hoy ya no, gracias al sentido común de la gente, al saber hacer de la mayor parte de los soldados de la Onu y los nuevos reclutas de las fuerzas armadas del gobierno (FACA), al diálogo y al instinto de supervivencia de musulmanes y no musulmanes. Estos 2000 musulmanes que ocupan el seminario menor católico tendrían ya que estar en sus barrios. Pero las casitas nuevas que un organismo de la ONU debería haber construido para ellos, aún no lo ha hecho.

Desde Bangui dicen que todo va bien, como decir que trabajar a paso de tortuga es lo razonable. Así los DPIs, así hay que llamar a los desplazados, se han convertido en 485 familias de asistidos que han perdido su aliento como comunidad, la calidez de sus rezos repetitivos, su intimidad, sus fiestas con muchos dulces… 2000 personas sin paz interior, desubicados. Viven en el seminario, hacinados, mientras un montón de ONGs y organismos continúan a despachar alimentos y cacerolas, ahora jabones y lejía anti covid19, kits de supervivencia y bragas desechables, sin que nadie desee acelerar el proceso.

El grupo de buenas ONGs queda oscurecido y contaminado cuando otras menos buenas pululan a su alrededor. El grupo de capos de origen chadiano que controla el campo recibe su mordida regularmente a costa de los demás DPIs. Las familias callan. El miedo es libre. Porque los mafiosos y su cohorte de escoltas amenazan a quien quiere volverse al barrio para que no baje su porcentaje de chantaje. 70 familias ya se han vuelto al barrio llevándose también los muebles del seminario.

Otras muchas familias están tomando fuerzas para dar el paso. Los soldados de la ONU que controlan el campo están mudos y desaparecidos. Ellos también, mientras más dure esto, menos trabajo, menos peligro y más pronto volverán a su país para recibir una justa jubilación con una casita en la playa. Y pasan todo el santo día mirando crecer los árboles, soñolientos. De esto hablábamos con la delegada del gobierno en Bangassou, 110 kilos de masa corporal que, ya en aparte, me pedía unas botellas de aceite del bueno, del que llega en los contenedores, «aceite de oliva virgen extra envero de picual» trataba de recordar ella de la última vez…

Vinieron a verme los catequistas de la parroquia catedral. Uno de ellos ha perdido a su mujer y hace duelo. Solo en Dios encuentra consuelo, dice él. Porque el zarpazo letal de la muerte duele en todas partes. Se le fue la paz de su vida y él se quedó desarbolado. Desnudo. Le dije que hojitas de calendario, que nadie le quite la esperanza, que la comunidad cristiana le ayudará a no hundirse…

Vinieron a verme los niños y niñas del orfanato, todos bien vestidos y sonrientes. Las niñas más crecidas llevan en sus espaldas los dos últimos bebés llegados en estos meses. Nunca entendí cómo consiguen moverse con tanta soltura cuando el bebé en su espalda está asegurado a su piel con solo dos nudos.

Ellos si tenían mascarillas, pero enseguida se las pusieron al cuello como si éstas pudieran también protegerles de las anginas. Algunos niños rezaron en alta voz para dar gracias a Dios por mi vuelta. Rezaron sobre mí y yo me dejé bendecir por ellos. Luego me contaron cómo hacían panecillos y buñuelos en el horno que la cooperante de Jaén, Pepa, hizo para ellos. Rebosaban de gozo por su horno nuevo… Comprendí porqué Jesús se asombraba tanto de la ingenua sencillez de los niños.

Vinieron a verme mis curas, uno tras otro, saludándole de lejos, a dos metros como les han enseñado las ONGs que deben hacer, pero acariciándome con la mirada porque el confinamiento alejó involuntariamente el Pastor de sus pastores. Después de saludar y beber un trago de agua fresca juntos, pidieron ver mi agenda: confirmaciones atrasadas, una ordenación sacerdotal anulada en busca de fecha nueva, proyectos de carpintería para jóvenes aún pendientes, visitas pospuestas… yo quería delegar en mis dos vicarios, pero ellos me decían que nones, que mi presencia es como la miel que atrae a las abejas, que hasta los mercenarios nigerianos que controlan Zemio dejan pasar el río a los apenados habitantes de la ciudad exilados en el Congo cuando yo estoy en medio de ellos. Yo les di rienda suelta y les dejé llenar mi agenda intentando contentar a todos… Así que, si el cuerpo aguanta, y sobre todo con la gracia de Dios, hasta Navidad tengo pastoral de la buena hasta las cejas, la de mucho convivir junto a la gente sencilla.

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