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CRÍTICA DE TEATRO

Economía del esperpento

Juan Dolores Caballero busca en la deformación y en lo estrafalario lo mismo que rastrearon Valle y Beckett

Un momento de la obra de Calderón de la Barca ABC

Alfonso Crespo

En ‘Céfalo y Pocris’ se modulan no pocos desajustes. Primero se desempolva la comedia de Calderón —no del todo, pues a cada golpe, a cada movimiento brusco o sacudida de estos divertidos peleles, los residuos se levantan en suspensión— y después, en la ancha soledad de la escena del Lope, se la convoca en tanto que posibilidad humorística en abismo: el Siglo de Oro se ríe de los tics mitológicos , nosotros nos reímos de ese ‘look’ velazqueño pasado por Halloween, y, lo que resulta más importante y sin duda significativo, los personajes, aplanados por esos pliegues entre épocas, parecen carcajearse de nuestros escrúpulos actuales ante los temas del sexo y sus particulares e interminables guerras.

Juan Dolores Caballero , ‘El Chino’, de tanto rebuscar entre joyas extraviadas del vasto legado áureo, ha alcanzado una suerte de fórmula maestra, algo así como el ‘menos es más’ de la estética esperpéntica: una economía e incluso un atrevido despojamiento —arriba, la bombilla, al fondo el ruinoso resto de una casa, al costado la música, que añade otro marco al rectángulo escénico— que tensiona lo grotesco al buscar en la deformación y lo estrafalario eso mismo que fueron a rastrear Valle o Beckett , una risa espasmódica, no del todo cómica, que haga pensar, que siga «trabajando» al espectador una vez que éste regresa a la luz del día, a la cada vez más extraña normalidad.

Esta historia de pícaros a la deriva y reyes crueles, de príncipes díscolos y mujeres como alucinadas y a las que ata un milenario destino adverso, se arriesga a ir demasiado rápido , y ahí, probablemente, sea donde se acumulen algunos defectos y sus muchas virtudes; entre los primeros, la dificultad , por momentos, para seguir el texto en la voz de algunos personajes y orientarse de primeras en la trama; entre las segundas, la bondad del ritmo ligero, de la gimnasia certera de voz y gesto, cuando el gag comparece en su perfección y el hilo de la risa nos envuelve en su crisol de tiempos.

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