Sevilla y su galería de los horrores
El paisaje urbano, en constante transformación, sufre heridas continuas con la ejecución de edificios cuya estética chirría en el entorno o el fachadismo, convertido en una importante herida

La alarma suscitada por las nuevas construcciones en la avenida de la Palmera que agotan la edificabilidad de la parcela no es la primera controversia en torno a la estética de los edificios, los usos de las edificaciones, la contaminación visual o el paisaje ... urbano. Tampoco será la última.
La ciudad es un palimpsesto en el que cada generación va escribiendo nuevos renglones a base de borrar los de las generaciones que la precedieron. Así se explica, por ejemplo, que los mármoles de Itálica hayan servido para sostener patios de casas señoriales o que en el siglo XIX se derribaran lienzos enteros de la muralla almohade por salubridad. Tejer y destejer como un inacabable manto de Penélope que habla, en primer lugar, de la vivacidad de las urbes. Sólo Pompeya, congelada bajo toneladas de lava volcánica del Vesubio, puede darse por acabada; el resto, están vivas y en continua evolución. Aunque no termine de gustarnos hacia dónde va.
Así se entendió el crecimiento urbano, salvo contadísimas excepciones, hasta el siglo XX en que cuajó definitivamente un interés por la conservación del patrimonio histórico y artístico que primeramente se limitó a edificios singulares por sus valores intrínsecos y luego fue extendiéndose en un concepto más amplio hasta el conjunto o el paisaje urbano que perciben los residentes.
Los años de la piqueta
La galería de horrores arquitectónicos no es de ahora. Ni siquiera en nuestros días se registra el mayor número de atentados estéticos contra el conjunto patrimonial de Sevilla. Sólo hay que recordar la nefasta aplicación del Plan de Reforma Interior del Casco Antiguo (Prica) de finales del desarrollismo franquista para advertir la profunda huella que construcciones de nula calidad arquitectónica dejaron en el caserío histórico de la ciudad.
Fueron los años de la piqueta como emblema de la actuación urbanística. Y fue tanto lo que se perdió… Un simple paseo por la señorial San Vicente o su paralela Teodosio descubre horrores con estética de apartamentos en la playa y manzanas cerradas donde antes hubo caserones y palacios. El único aspecto positivo es que fijó mucha población en el Casco Antiguo, que de otra manera hubiera acabado marchándose al extrarradio.

Este periódico se ha ocupado en numerosas ocasiones de esos 'horrores' que saltaban a la vista. En 1964, que podemos señalar como el arranque de estas luces de alarma en las portadas de ABC, se hacía eco de una construcción que invadía las vistas de Omnium Sanctorum en estos términos: «El mal entendido modernismo continúa propinando saludos golpes a la fisonomía de Sevilla. Tomamos hoy como ejemplo este inmueble de la calle Feria, pretenciosa quilla que desluce, no tanto por ocultación como por desarmonía la torre y la espadaña de Omnium Sanctorum. ¿Qué serán dentro de cincuenta años todas esas 'fantasías'? Sospechamos, en cambio, que nuestros monumentos seguirán siendo monumentos». Han pasado no cincuenta sino sesenta años y aquí seguimos. Añorando no sólo el caserío y la armonía paisajística perdida, sino la riqueza y el colorido del lenguaje de la época.
Ese año, el periódico también denunciaba un callejón trasero de la avenida República Argentina o el retraso del polígono residencial San Julián, que vendría a sustituir el caserío de lo que dio en llamarse el Moscú sevillano durante los años de la II República y la Guerra Civil: una vasta operación de 'gentrificación' como la llamaríamos hoy movida por intereses ideológicos y especulativos. Decía así ABC en portada en septiembre de 1964: «Pasó la piqueta, se alzaron carteles y cesó toda actividad después de muchas prisas iniciales. Entre tanto, el polígono de San Julián espera, espera…»
Seis años después, en 1970, apareció un proyecto de polígono residencial y comercial titulado de la Carretería que nunca llegó a prosperar, promovido por las dos familias con más suelo en la zona de la Casa de la Moneda, la Caridad y la Maestranza de Artillería. Se proponía un conjunto de manzanas cerradas de seis pisos conectadas a través de plazas abiertas, una de ellas en los propios «jardines de la Santa Caridad, ya que no se utilizarán en su totalidad para construir, de manera que no se privará a la ciudad de una plaza ajardinada que, aunque reducida, es de tanta tradición en Sevilla».
Tareas pendientes
Esos eran los planteamientos entonces, pero muchas de las cuestiones abiertas en ese proyecto siguen sin encontrar solución más de medio siglo después como la urbanización del entorno de la Torre de la Plata. Lamentarse por la fachada de ladrillo visto de la calle Santander es quedarse con la espuma de un debate de más calado que la maestría de Rafael Moneo resolvió de la mejor manera posible en la sede de Previsión Española (hoy Helvetia) del paseo de Colón, una primorosa composición horizontal con ladrillo visto preocupada por no alterar las vistas de la Giralda y su componente vertical.
El catálogo de horrores es extenso y la ciudad puede exhibir algunas de todas esas prácticas no sólo en terrenos baldíos sino en suelo consolidado
Pero no siempre ha sucedido así. La galería de horrores de esa época debería abrirse con el derribo del palacio de los Sánchez-Dalp en la plaza del Duque de la Victoria para levantar en su lugar los grandes almacenes inaugurados en 1968. Es quizá el más llamativo, pero no el único. Los de Cavaleri (justo en frente) y el marqués de Aracena de la plaza de la Magdalena, como muchos otros espléndidos caserones, también cayeron entonces víctimas del afán por una mal entendida modernidad que despreciaba las construcciones antiguas y primaba la obra de nueva planta.
En este repaso histórico habría que considerar la asfixia a que los intereses inmobiliarios sometió el templete de la Cruz del Campo, 'embutido' entre bloques de pisos sin apenas separación para aprovechar al máximo los lotes de suelo residencial. Algo parecido a lo que, al cabo de más de medio siglo, puede verse ahora en la Palmera.



Estos son los horrores urbanísticos derivados de normas a las que las fuerzas del mercado exprimen en beneficio propio. Recalificaciones que modifican los usos previstos, rasantes fuera de ordenación que vuelven a estar legalizadas, recalzados y retranqueos para aumentar la edificabilidad… el catálogo es extenso y la ciudad puede exhibir algunas de todas esas prácticas horrorosas no sólo en terrenos baldíos sino en suelo consolidado.
De esa inabarcable relación, es la calle San Fernando la que más ríos de tinta ha hecho correr desde hace más de medio siglo. En 1969 se presentaba una exposición en el Gobierno Civil en la que las direcciones generales (ministeriales, por supuesto) de Arquitectura y Bellas Artes anunciaban la desaparición de edificaciones en la acera izquierda para dejar expedita la muralla del Alcázar, tras una reja que permitiera su contemplación. Finalmente, aquel proyecto embarrancó y hoy la acera izquierda ofrece un conjunto de inmuebles más o menos armonioso.
Intervenciones en espacios públicos
Pero no siempre la Administración elige la opción más sensata. En ocasiones, escoge intervenciones en espacios públicos tan alejadas de los usos y costumbres tenidos por tradicionales que el resultado es un nuevo paisaje que impugna el que los ciudadanos han conocido durante décadas. La Alameda es el paradigma de ello. Aunque nunca se sepa a qué Alameda nos estamos refiriendo: ha tenido quioscos, estanques, cines, aguadores, paseos, bulevar…
Parece claro que la reforma de 2008 primaba el uso recreativo que siempre predominó y lo ha logrado aunque bajo la fórmula de privatizar el disfrute del espacio con terrazas de establecimientos públicos, pero la estética y lo mal que ha envejecido llevan a considerarla como errónea. El adoquín amarillo patentado para la intervención eliminó el suelo terrizo tan característico del paseo pero la facilidad con que se impregna de suciedad lo ha desvirtuado por completo. Tampoco están bien resueltos los carriles de tráfico rodado ni el mobiliario urbano. La acción de los grafiteros, la ruina de algunos quioscos cuya explotación terciaria no resultó rentable y la falta de limpieza lo han terminado por convertir en un horror.
En el caso de la Encarnación, la desaparición del arbolado de la zona ha venido a ser la constatación de la imparable desnaturalización de los espacios públicos dentro y fuera del Centro. No hay que recordar más que los jardines de Santa Juana Jugan, sobre el peine de vías de la estación de Santa Justa, para advertir que la primera ejecución era tan dura que se hizo preciso una segunda intervención para permitir más elementos naturales: árboles, setos, arriates, suelo terrizo… La degradación continua de la fachada oriental es buen termómetro del desaguisado.
La Encarnación ha logrado convertirse en un icono de Sevilla (de los más fotografiados en la ciudad) por la vía de imponerse resueltamente al paisaje y el contexto urbanístico en que se proyectó. Algo así como 'aquí estoy yo' con una rotundidad tan apabullante como los pilares de hormigón armado en que se sustenta toda la estructura. A estas alturas, parece evidente que la conservación de los restos arqueológicos en el subsuelo se convirtió en una coartada para un artefacto demasiado grandilocuente y alejado de las necesidades del entorno: el mercado de abastos es ya una reliquia en sí mismo que, como una estrella enana marrón, algún día implosionar y su luz se extinguirá para siempre.



El trío de horrores del nuevo siglo lo completa el rascacielos de la Cartuja, tan adocenado y vulgar como para clonarlo. Este periódico publicó el miércoles pasado que la entidad de gestión del parque tecnológico de la Cartuja quiere levantar tres más en 10 hectáreas de la banda de aparcamientos al oeste de la isla. Sería multiplicar por tres el horror de un edificio que además se ha apropiado, sin oposición alguna, del nombre de la ciudad para su razón comercial: Torre Sevilla.
Todavía nadie ha podido justificar con argumentos razonables la necesidad de construir en altura semejante edificio de oficinas en una zona metropolitana en absoluto colmatada y con abundante espacio libre alrededor como para requerir crecer a lo alto y no en extensión como se ha hecho siempre.
Junto a estos horrores urbanísticos, menudean los horrores arquitectónicos, intervenciones que acaban desentonando con el paisaje urbano y su entorno más próximo por el uso de materiales ajenos a la costumbre o formas volumétricas hasta entonces desconocidas. Tampoco es nueva esta controversia en la ciudad, aunque el tiempo sirve de vaso de decantación para metabolizar o rechazar estas intervenciones.
Se puede caer en dos extremos: un exacerbado fachadismo que se preocupa sólo de la cara visible de los edificios despreciando la distribución interior y los usos del inmueble o un desprecio absoluto por los materiales y usos acostumbrados incorporando elementos novedosos o ajenos a la tradición arquitectónica sevillana.
Las asociaciones conservacionistas vienen alertando en los últimos tiempos de la pérdida de personalidad e idiosincrasia tipológica que suponen nuevas construcciones en barrios como el Tiro de Línea, Nervión o determinadas zonas del Centro y no les falta razón en su queja, aunque habría que preguntarse por el estilo arquitectónico genuino de Sevilla.
Restauraciones polémicas
Este papel lo puede representar el regionalismo que Aníbal González llevó a la sublimación en el primer tercio del siglo pasado. Pero, ¿no corre el riesgo la ciudad de repetir miméticamente un estilo que entonces tuvo su razón de ser como una variación regional del modernismo de principios del XX y hoy no sería más que una impostura?
En 1982, cuando se inauguró la nueva sede del Colegio de Arquitectos, la controversia por el aspecto externo del edificio no reparó en el uso 'aggiornado' del ladrillo visto de tanta tradición en la ciudad, sino en los espacios abiertos, ventanales y soportales. Cuarenta años después, ¿podría decirse que está plenamente integrado en el caserío de la ciudad?
Muchas veces, la polémica salta con el material que se emplea en la cara externa del edificio: ¿revoco o ladrillo? En noviembre de 1971, la polémica estalló en torno a la restauración de la capillita de Santa María de Jesús de la puerta de Jerez. Este periódico se hizo eco de los «encontrados comentarios» que estaba encontrando la decisión de picar el paramento exterior para dejarlos desnudos. Hoy nadie objetaría la decisión… pero otras veces sí que perduran los efectos y las polémicas.
Por ejemplo, en 1978, cuando se descubrió la fachada de la sede del banco Urquijo en la avenida de la Constitución (hoy hotel Soho), la portad de ABC no dejaba lugar a dudas del sentimiento que en estos 45 años transcurridos ha ido a más: «La que pudo ser la Gran Vía o la Diagonal sevillana, la calle de mayor rango ciudadano, comercial y arquitectónico, la conocida por antonomasia como 'la Avenida', no escapa al proceso de degradación que sufre la ciudad».
El titular de aquella portada del 27 de diciembre (el mismo día que el Rey sancionaba con su firma la Constitución de 1978) era contundente: «Un Escorial en la Avenida» para denunciar «esta fachada, que altera sustancialmente la tipología arquitectónica de esa acera, donde hay varias obras de Aníbal González y de los más señeros autores sevillanos».
La descripción del conjunto podría aplicarse a muchos edificios que se levantan en la actualidad: «Junto al ladrillo, la piedra fría e importada, ajena a nuestra sensibilidad y a nuestra cultura; junto al gracioso vuelo de balcones, cierros y cornisas, la monotonía escurialense de los paramentos con el cuadriculado neoyorquino de las ventanas».
El remate predicho, por fortuna, no se ha cumplido: «Algo ha dejado de ser Sevilla en la avenida, y aun puede ser mayor la pérdida, si el adefesio avanza por la acera, demoliendo la típica fisonomía de Aníbal González». Un hotel recuperará el inmueble que hasta hace poco eran oficinas del extinto Banco Popular, lo que lleva a otra cuestión de horrores: la preservación de la fachada pero alterando significativamente la estructura interna.
Así ha ocurrido en la plaza de San Francisco, donde un establecimiento hotelero ha combinado tres fincas segregadas conservando las fachadas con el mismo grado de protección urbanística. ¿Es eso más aceptable que la opción contraria de modificar sustancialmente la fachada aunque se conserven usos y distribuciones?



Los ejemplos menudean. En la calle Castilla, el pasaje abierto con Alfarería en el número 337 ha sido objeto de críticas por el uso de tejaroces de metal en las ventanas. La manzana de la Florida, tantos años vacía, está nominalmente salvada y su fachada conserva la estética y los colores tradicionales en la ciudad, pero el remonte para ganar edificabilidad le da el tiro de gracia a una construcción inerte e inexpresiva que no dice nada, ni bueno ni malo.
Pero las críticas de mayor calado se dirigen contra residencias universitarias y construcciones comunales que están causando una «gran distorsión de la imagen de la ciudad», como admitía la exposición de motivos para la modificación puntual del artículo 6.6.3 del PGOU vigente, llevada a cabo el 17 de junio de 2021 después de que se hubiera alzado un coro de voces contra la arquitectura de saldo en un sitio tan prestigiado en la memoria colectiva como la avenida de la Palmera.
En este caso -y en otros por los barrios cercanos de Heliópolis o la Buhaira-, se sumaba un aprovechamiento lucrativo de la parcela a todas luces excesivo y un desprecio más que notable por la imagen de la ciudad y la configuración del paisaje urbano como bien merecedor de protección. Por espigar sólo uno de los ejemplos, en la parcela del número 38 de la Palmera se ha pasado de 1.900 metros construidos en un chalé y una construcción auxiliar a 10.478 metros cuadrados bajo techo en tres bloques cuya orientación ignora el paseo.
Un horror en toda regla que ha pasado de una repercusión de 0,37 metros cuadrados construidos por cada metro de parcela a una edificabilidad de 1,99 metros por cada metro. Lamentablemente, no será el último caso: nuevas amenazas se ciernen sobre la retícula urbana; el museo de los horrores no para de crecer.
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