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Columnas / tribuna abierta

Gran Poder mutilado

Día 22/06/2010 - 07.33h
La imagen es casi siempre una representación de algo, portadora de significado. Es este algo lo que puede incitar a su destrucción al provocar sentimientos de ira, complejos, vergüenza, desacuerdo ético, hostilidad, rabia o deseo incontrolado. Por tanto, el arte siempre es vulnerable porque provoca respuestas, y al ser vulnerable nos vemos obligados a protegerlo para preservar su mensaje. Somos, por qué no decirlo, el país de Europa donde un observador tiene el privilegio de acercarse tanto a una obra de arte, que puede llegar incluso hasta olerla. Pongo como ejemplos el Museo del Prado y nuestro museo de Bellas Artes. En la gran mayoría de museos europeos son tan estrictas la medidas de seguridad que resulta cuando menos incómodo deleitarse con una obra sin estar pendiente de si una alarma saltará ante nuestra proximidad. También tenemos el lado opuesto cuando recientemente han sido sustraídos cinco cuadros del prestigioso museo de arte moderno de París. En el museo sevillano, hace unos años se constató hasta qué punto una persona puede acercarse a una obra de arte, con bolígrafo en mano, y hacer un simulacro de agresión sin que nadie se percate de nada. A lo largo de la historia son innumerables las agresiones que han sufrido las obras de arte, pero las que más revuelo mediático causaron fueron las agresiones a La Piedad de Miguel Ángel del Vaticano en 1972; la que sufrió la Venus del Espejo de Velázquez, por parte de una activista feminista, en la National Gallery de Londres; el que lanzó ácido sobre La Caída de los condenados de Rubens, la destrucción en 2001 de los Budas de Bamiyan o la que presencié en el año 1991 en la academia florentina cuando un supuesto perturbado la emprendió a martillazos con el pie del David. Las instituciones depositarias de obras de arte se han visto obligadas a desarrollar programas de prevención frente a futuras agresiones (cristales blindados, cámaras acorazadas, perímetros de seguridad, vídeo vigilancia, sensores de movimiento y fuego, vigilancia presencial). Lo que ocurrió el pasado domingo en la Basílica del Gran Poder no nos coge por sorpresa, por lo menos a mí, pero sí nos causa cuanto menos conmoción, al tratarse de una imagen que traspasa lo puramente religioso. Las últimas medidas de seguridad hechas en la Basílica no han frenado la agresión al Señor. Quizás haya que plantearse una vigilancia permanente en el camarín las horas que esté expuesto en besapies. Sevilla, donde toda la ciudad es un museo abierto (iglesias, palacios, jardines), puede ser objeto de una agresión de magnitudes desproporcionadas. ¿Cuántos templos y edificios singulares están a merced de los desaprensivos? En un abrir y cerrar de ojos alguien puede mutilar, quemar, grafitear cualquier obra de arte que en la mayoría de los casos puede recuperarse. Lo sagrado, en cualquier cultura, siempre fue motivo de respeto y veneración. Esta sociedad debe prevenir que estos «majaretas» se permitan el lujo de agredir un patrimonio cultural, religioso y sentimental heredado de nuestros mayores. Pero en un país donde violar y asesinar a una menor sale gratis, ¿qué podemos esperar del Estado cuando siente en el banquillo, si es que lo sienta, al supuesto agresor del Señor de Sevilla?
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