Viernes, 15-08-08
El pueblo chino me parece desde aquí tan lejano como su tierra.
Ni siquiera suelo entrar en sus comercios, donde si compro algo siempre me arrepiento porque al final se rompe antes, como si todo estuviera hecho deprisa. Y esa rapidez es la que se huele en el aire. La contaminación es la prisa hecha humo.
Pero esa manera de hacer las cosas, no creo que se corresponda con la vida en China, al menos no en el campo, porque a veces me he dormido con un documental de la China salvaje donde salen hermosísimos campos de arroz en terrazas, y las casas de los campesinos en las que el mayor acontecimiento del año es que regresen las golondrinas dáuricas, tan abundantes ahora en nuestras autopistas, donde hacen unos nidos en forma de tubo largo de barro bajo los puentes de hormigón, siempre que estén junto a un río. Golondrinas dáuricas. No tiene prisa quien espera a un pájaro.
Tampoco los pescadores chinos, que pasan un lazo al cuello de los cormoranes para que no se traguen la pesca. Se distingue a un cormorán de lejos porque pasa volando a ras de mar en una horizontal perfecta, sin llegar a mojar la punta de las alas. Tienen en sus ojos un verde tan esmeralda que se diría que no les corresponde, como si lo hubieran robado. También los cormoranes chinos tienen ese verdor en la mirada.
Pero lo que me hizo abrir los ojos fue cuando hablaron de «los cazadores de plantas» del XIX, que cambiaron los jardines del mundo. Trajeron estos cazadores de la China, rododendros, azaleas, hortensias. Mi casa, con las hortensias azules bajo las ventanas, sería impensable sin ellas. Ahora sé que su raíz, hundida en mi tierra, es china.
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