Sábado, 30-08-08
EL miedo a lo desconocido ha sido una constante, y a veces un motor, en la evolución cultural de la Humanidad. Para conjurarlo se ha desarrollado la ciencia, pero en todo caso sigue condicionando, y a veces dominando, la vida de las naciones y, por supuesto, la de cada uno de nosotros. Hay algo en la desgraciada catástrofe que ha asolado la paz de los españoles durante los últimos diez días, sin cuyo concurso me atrevo a decir que nada hubiera sido igual. Los detectives de ficción buscaban en cada caso la información que nos permitiera irnos a la cama con cierta sugestión tranquilizadora. Pero en esta ocasión, ¿quién nos defiende de lo desconocido cuando asistimos a un accidente que lo mismo nos podría haber sucedido a nosotros y que tiene como resultado la abominable cifra de muertos y heridos que han producido el mayor aluvión de dolor colectivo desde el 11-M?
Todos recordaremos los días siguientes al 20-A. Porque mientras se sucedían los testimonios desgarradores de familias condenadas por «el azar» a una muerte cruel, seguíamos preguntándonos por qué. Ese duelo sin sentido es lo que más duele. El sucederse de los telediarios y las portadas de los periódicos sin una explicación coherente a un percance brutal nos arrojaba al vacío del desconocimiento, a la orfandad de las noticias sin noticia y a épocas remotas de la Historia, en las que el rayo era un castigo divino.
Pero lo peor de todo tal vez sea la manipulación. Cuando se siniestró el Prestige, la celeridad de unos y de otros a la hora de ponerse en marcha para desplegar una campaña sin precedentes sobre la opinión pública, algo que contrasta tan duramente con el silencio en torno a la hecatombe de Barajas, sólo podía obedecer a un manejo orquestado de la crisis. A las pocas horas de aquel naufragio que enlodó la Costa de la Muerte pero no produjo ni una sola víctima mortal, las televisiones se llenaban de monos blancos con la leyenda «¡NUNCA MAIS!». Pero cuando once personas murieron carbonizadas en Guadalajara o un matrimonio en Huelva, mientras ardían miles de hectáreas, apenas nadie dijo esta boca es mía. ¡Extraño! Cualquiera de nosotros podía ir en los trenes del 11-M, y esa fue la causa del vuelco electoral producido 72 horas después. Al menos el egoísmo es algo racional, que nos ayuda a comprender la realidad. También en ese avión de Barajas podíamos viajar cualquiera de nosotros o nuestros seres queridos. Y sin embargo, no he visto a nadie pasearse ante las cámaras con un letrero de «¡NUNCA MÁS!» Ya, ya sé que esto ha sido un accidente fortuito. Pero también sé que alguien debería velar con mayor eficacia porque estos infortunios no sucedan en un país donde las ITV son exhaustivas para nuestros coches y en un estado de la ciencia que presume de controlarlo casi todo. En Finisterre, sin un solo muerto, hubo un clamor audible en el mundo entero porque aquello no volviera a pasar. Tras Barajas, con casi tantas víctimas como en los trenes de Atocha, ¿quién nos garantiza que podremos volar sabiendo que nuestras vidas no correrán peligro de que algo así vuelva a ocurrir nunca más?