A Contador, que es de Pinto, le han tocado en París el himno de Dinamarca, como si Contador fuera Unamuno, que aprendió dinamarqués únicamente para leer a Kierkegaard, el apóstol de la angustia y todo eso, cuando en el Tour, angustia, lo que se dice angustia, no hemos pasado ninguna. De hecho, para sostener la audiencia han buscado un enemigo en el pobre Armstrong. Repudiado con el visto bueno judicial el himno español, ¿por qué pinchar el himno dinamarqués y no el madrileño? «Yo estaba en el medio: / giraban las otras en corro, / y yo era el centro». Pega más para marchar en bicicleta. De Dinamarca, en cambio, aparte Laudrup, todo cuanto tenemos es una princesa enterrada en Covarrubias. Zapatero, pues, protestará enérgicamente ante Sarkozy por la afrenta: cuando Sarko le diga con el dedo índice que mire hacia arriba, Zetapé cerrará los ojos, negándose a mirar hacia ningún lado. Si ha sido capaz de crear cinco millones de parados en España, ¿por qué no va a ser capaz de negarse a seguir con la mirada el dedo índice de Sarkozy? En las peleas por los himnos, me atengo a una observación del gran Ricardo Bada, humanista onubense que vive en Colonia con Diny, su gentil esposa holandesa. Los Países Bajos -dice- sólo han tenido dos enemigos invasores: España y Alemania. Y el himno holandés arranca así: «Yo soy Guillermo de Orange, soy príncipe de sangre alemana y me siento orgulloso de ello, y al rey de España siempre le rendí pleitesía». ¡Y lo cantan tan contentos! En el Bernabéu, con la segunda posmodernidad, ha vuelto el himno de Cano cantado por Plácido sobre el palimpsesto del de las mocitas madrileñas.
