Año XXV después de Francisco Rivera. Transcurrido un cuarto de siglo de su fatídica cornada en Pozoblanco, la leyenda sigue viva. Testigos directos del drama que conmocionó a España lo rememoran para ABC
Una muerte de romance
Paquirri en la enfermería, una imagen que dio la vuelta al mundo
¿Cuánto queda? Con una brizna de voz que se apagaba por segundos, esbozaba Paquirri sus últimas preguntas. Los ojos eran ya de escarcha, como el rocío de la anochecida camino de Córdoba. La ambulancia serpenteaba y el corazón de hierro del torero se paralizaba en la terrible agonía de una carretera angosta. A Francisco Rivera le faltaba el aire. Cuando llegaban a la zona llamada La Alegría de la Sierra, la más triste del mundo aquel 26 de septiembre, el doctor Funes pidió al conductor de la ambulancia que parase para inyectarle aliento. Nada se pudo hacer. Pasadas las nueve, con el quirófano del Hospital Militar ya preparado, la parca guiaba a la figura de Barbate hasta la mitología. «¡Se me ha muerto, se me ha muerto!», gritaba desconsolado su mozo de espadas, Ramón Alvarado.
Apenas dos horas antes, Pozoblanco era el escenario negro de la cogida que dio la vuelta al mundo. Eran las siete y veinte de la tarde en todos los relojes. Clarines de sombras alargadas como tambores de guerra. Versos quebrados. Cornada brutal que quemaba como la lava de un volcán. Veinticinco años después, silencio de rojo y arena. Y recuerdo de los testigos directos, que hablan para ABC.
Feria de Pozoblanco de 1984. Paquirri había saludado al cuarto toro de Sayalero y Bandrés con verónicas mirando al tendido. «Estuvo enorme», recuerda su banderillero Rafael Torres. Aunque preferiría borrarlas, a veces las imágenes se disparan en su retina como balas de fuego. «Mientras el caballo de picar se colocaba, se aguantó al toro en el burladero. Cuando se dirigió a Paquirri, se le cruzó. Y al siguiente lance se le venció por el izquierdo y le echó mano». Corroborante del fatídico percance, Torres hace una pausa. Traga saliva y echa la vista un cuarto de siglo atrás: «Su instinto fue agarrarse a la cara y el pitón lo zarandeó durante mucho tiempo hasta penetrar en varias trayectorias. El toro no soltaba a Paco y el boquete era cada vez más gordo. Hasta que humilló y lo dejó». Un arroyo de sangre encendida se despeñaba por la taleguilla azul y oro. Rictus de espanto en el tendido.
Rafael Corbelle, de la cuadrilla de El Soro, se arrancó presto el corbatín. «Me lo quité y se lo di a su hermano Antonio para que le hicieran un torniquete». Una camilla humana, con visos de ataúd, se precipitó a la enfermería. «Que llamen al doctor Vila», se oyó. «Entramos en tropel. Fueron momentos dramáticos». Aseguran algunos de los presentes que la pierna parecía el tronco de un árbol partido a hachazos. «Fue espeluznante». Cuando comenzó la intervención del cirujano Eliseo Morán, llovían lágrimas de luces. Llanto por una figura todopoderosa, que con la calma de un héroe tranquilizaba. Su voz, grabada por las cámaras de Sandoval, aún retumba: «Doctor, la cornada tiene al menos dos trayectorias, una p'acá y otra p'allá. Abra todo lo que tenga que abrir. Lo demás está en sus manos». Y el médico, «con la tez blanca como el nácar —narra Corbelle—, hizo todo lo que pudo». No pasa por alto las deficiencias de la enfermería: «Allí no había ni anestesia. Estaba llena de telarañas, muy sucia». (A partir de entonces cambiaría la asistencia sanitaria en los cosos).
En aquella Capilla Sixtina, como bautizó Antonio Burgos la enfermería que acunó «una muerte de romance», la intervención fue una odisea rodeada del más inmenso dolor. «Cuando le metían los dedos, gritaba. Era horroroso —relata Torres—. El boquete era enorme y tuvieron que introducir las manos. Ponían pinzas y gasas para taponar, pero por ahí había una vena malaje a la que no se pudo vencer». Se refiere a la ilíaca: «Estaba demasiado arriba y no lograron cogerla. Poco a poco, se desangraba». Desconocían su grupo sanguíneo, y su hermano Antonio tuvo que correr hasta el hotel para cotejarlo. Cuando comprobaron que en aquella dependencia fúnebre no podían controlar ese manantial de sangre, la ambulancia emprendió los funestos setenta kilómetros de carretera hasta la clínica cordobesa: baches, curvas, pinares, el Cerro Muriano... Aquello no tenía fin.
«Avispado» y su cara asesina
Ya por la mañana, en el sorteo, hubo opiniones variopintas acerca de «Avispado». Para Rafael Torres «era el toro más bonito de la corrida y, después de la cogida, dio muy buen juego en la muleta; Yiyo le cortó las dos orejas». En cambio, a su tocayo Corbelle no le agradó. «Se lo dije a El Soro: le ha tocado a Paquirri un toro con una mirada asesina... Es muy chico, pero no me gusta nada. Como a las personas, se le veía la fiereza en la cara. Es como si estuviese predestinado». Toma la palabra Torres: «Paquirri era el número uno. Echó por delante el más feo, estuvo sensacional y le cortó una oreja. Luego, el enemigo más chico mató al más grande». Su hombre de plata cree que «tenía tanta seguridad y estaba tan preparado que quizá se confió demasiado». Y abrocha: «Había tenido otras cornadas y no esperábamos ese desenlace, pero estuvo de Dios llevárselo». Paquirri entró en la gloria y se convirtió en leyenda, como antes Joselito en Talavera o Manolete en Linares.
Mientras las cuadrillas sorteaban los lotes, el maestro descansaba en el hotel Los Godos de Pozoblanco. Tienen registrada su entrada a las 7.20 de la mañana. «Cuando llegó se le asignó la habitación 307, que compartió con su cuñado y apoderado Beca Belmonte», explica Godofredo Jurado, copropietario del hotel. Desde ese momento, el matador gaditano no salió de su habitación, y cuando lo hizo fue para bajar al comedor, a las 12.45 del mediodía. «Mi hermano Antonio le sirvió la comida, que consistió en tortilla de patata y un flan», añade Jurado. Y subraya que sólo bebió agua mineral: «Algunos han dicho que Paquirri iba bebido esa tarde a la plaza, y eso es mentira. Aquí nadie le sirvió una copa de alcohol. Únicamente tomó unos cafés y agua».
Llamadas a Isabel Pantoja
Las horas previas a la corrida fueron como tantos y tantos proemios. En medio de esa soledad de la habitación, telefoneó a la centralita para que llamasen a su mujer, Isabel Pantoja, aunque no pudo contactar con ella. «Tal era su interés en hablar con su esposa que, incluso vestido de luces y a punto de salir del hotel, ya en la recepción, volvió a llamar a su casa —cuenta Godofredo Jurado—. Pero no contestó nadie y, al abandonar el hotel, nos comentó que si llamaba su mujer le dijésemos que ya se había ido a la plaza. Al cabo de unos minutos llamó Isabel preguntando por Paco».
A las seis de la tarde, Paquirri hacía su último paseíllo, junto a José Cubero «Yiyo» y Vicente Ruiz «El Soro», cartel llamado «maldito» tras la muerte del «príncipe» en Colmenar Viejo. Pisó primero la arena Juan Fernández, alguacilillo de la plaza pozoalbense, llena hasta la bandera. Colma de elogios a Paquirri: «Era un torero muy poderoso y tenía al público encandilado, sobre todo al sector femenino. Recuerdo que en el primer toro, después de poner un par de banderillas, tuvo que saltar al callejón, se volvió hacia los tendidos y dijo algo así: “Véis cómo no me pasa nada”. La gente se volvió loca con él. Al anterior le cortó una oreja y cuando se la entregué me dio un abrazo. Se le notaba feliz, rebosaba alegría».
Su incombustible sonrisa se truncaría durante la lidia de «Avispado», herrado con el número 9. Un veterano aficionado cordobés, Rafael Guillén, recuerda la tragedia como «un auténtico desbarajuste». Interviene Luis López, espectador en primera línea: «Prueba de ello es que quienes lo llevaban a la enfermería entraron al callejón por la puerta de toriles, que era la más alejada al patio de caballos, donde estaba la enfermería». En aquella sombría estancia, alumbrada por una bombilla, se encontraba Juan Calero, practicante del coso. Su nonagenario verbo rememora la «operación» en una camilla desvencijada: «Pidió agua y le dijimos que tenía que escupirla. Y así lo hizo». Hace una defensa del equipo sanitario: «Había muy buenos médicos, grandes profesionales, y los medios eran los que se exigían en la época. Ahora todo es distinto y la enfermería de esta plaza no tiene nada que envidiar a ninguna otra de España. Pero hace veinticinco años era diferente. Estoy seguro de que eso no se hubiese solucionado en ninguna plaza», afirma el practicante. Sin embargo, muchos creen que con otros medios el destino podría haber cambiado.
El matadero de Barbate
Buscaron la salvación en Córdoba. Hasta allí se dirigió la ambulancia de Rossi, pero el rumbo de su viaje aceleró hasta un ruedo donde sólo los ángeles torean. La noticia voló como la pólvora. Como el propio Paquirri corría en sus incansables entrenamientos en la finca «Cantora». Torero con esa fortaleza no lo hubo ni quizá lo habrá jamás. «Tardará mucho tiempo en nacer si es que nace...», apostrofaba la copla. Era su compromiso zaguero de la temporada española. Cuenta su gente que tenía previsto irse a las Américas con Isabel Pantoja y que por su mente ya rondaba la retirada. «Quería disfrutar de lo que había ganado». Soñó desde niño ser el número uno de la Fiesta. Forjó sus primeros muletazos en el matadero de Barbate, donde trabajaba su padre, y cuajó faenas inolvidables, como la del «Buenasuerte» en Madrid. Salió de la nada y se alzó mandamás, aunque sirviera a veces de carroña del corazón. Francisco Rivera nació torero y murió figura con sólo 36 años. Perdió todo en el escenario donde todo lo ganó: el ruedo. Y se marchó en brazos de la noche más amarga para escribir un adiós de romance.

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