Miércoles, 21-10-09
El veneno de la corrección política lo empozoña todo. Por muy hostiles que se pongan las cosas, que se han puesto, vaya que si se han puesto, todo debe pasar por el tramposo tamiz de la palabrería, de andarse, una y otra vez, por las ramas. Palabras hueras y huecas, romas, artificiales, palabras vacías que la historia y la vida, tarde o temprano, acabarán de llevarse un buen día por delante, cuando volvamos a llamarle a las cosas por su nombre. Igual da que tengamos la suerte de ser herederos de una lengua milenaria que siempre le llamó al pan, pan, y al vino, vino, un idioma con el que se pueden decir verdades como puños y poner cada punto sobre cada «i». Porque los heraldos del sucedáneo no paran de tocar sus desafinadas trompetas. Bien hace la Comunidad de Madrid en promocionar el empleo, que falta nos hace, pero que un fulano entre en un curso de formación como jardinero y salga como restaurador de paisajes es un auténtica y absurda filigrana del lenguaje. Al fulano en cuestión, es bastante probable que le importe más conseguir un currelo decente, a que le definan tan retórica y amaneradamente. Pero así están las cosas, puro, puritito envoltorio. Se supone que si uno llega al centro de formación como jockey saldrá como centauro del desierto, y que si llega electricista saldrá como experto en teorías del amperio y teoremas del voltio, y si una es pescadera saldrá más o menos licenciada como la reina de los mares y técnica en busca, captura, venta y reventa del cefalópodo y el molusco, o quizá como auditora de las sinergias del gallo de ración. Que más quisiéramos que poder restaurar paisajes, cuando bastante tenemos con habitarlos con una mínima dignidad. No decir la verdad y toda la verdad es casi tan canalla como mentir. Estamos convirtiendo el planeta en un globo hinchado de hipocresía y buenas (pero cobardes) palabras. Y cada vez entran más ganas de tener un buen alfiler a mano.

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