Martes , 17-11-09
Hablar con nostalgia celebratoria de Enrique Urquijo es ponernos más redundantes de lo necesario, porque su música, desde el inicio de su carrera, está amasada con nostalgia y con celebración. Con melancolía hímnica. No creo que se trate de un espejismo de quien ha crecido con él y -ay, dolor- ve que ha pasado el tiempo, que el tiempo ha pasado por él y que ya nada es lo mismo. La melancolía y la nostalgia de Enrique Urquijo y Los Secretos, por ese principio paradójico que comparten todas las variedades artísticas, siempre nos han producido euforia.
La tristeza de las canciones, aunque nos parta el corazón, nos llena de contento, ya lo sabéis. Esas lágrimas que hemos vertido con algunas estrofas y estribillos son de alegría extrema. Nos gusta pasar miedo y nos gusta que nos estropeen el día recordándonos nuestras penas de amor, nuestro camino desdichado, nuestra mala fortuna. Nos encanta tararear y silbar, porque sabemos que mientras silbamos y tarareamos el mundo no se ha ido al carajo todavía.
Después de diez años sin Enrique Urquijo, sus canciones y las de Los Secretos siguen siendo las mismas de siempre. Desconsoladas sin rebajarse a lo patético. Lo que han hecho y hacen, lo que hacía Enrique, son sólo canciones. Nada más que eso, pero pueden lo que puede una canción, y una canción lo puede todo. Resumen el tiempo: el paso por el tiempo de cada cual. Concentran el talante de una época. Cuando suenan se produce un milagro: volvemos a tener aquella edad, y nadie ha muerto aún, y qué larga es la noche, y no queremos que amanezca nunca. Cuando suenan, aún fumamos todos, aún podemos estar dos noches con sus días sin dormir, aún queda por delante ese verano.
Ya lo sabéis: es sólo una canción. Pero nos gusta.
Poeta

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