Viernes , 11-12-09
SE han perdido dos años, seis en realidad si contamos una primera legislatura parca en reformas y dilapidada en la complacencia. Pero a ratos parece que por fin el Gobierno ha abandonado su obstinación cerril y reconoce que la economía española exige reformas. Grecia puede ser muy distinta y distante; las agencias de rating, unas instituciones deleznables que siempre se equivocan; las encuestas de intención de voto, insignificantes a estas alturas de la legislatura, pero sus efectos acumulativos han sido devastadores. Tantos que el presidente de Gobierno ha cambiado radicalmente el discurso y se presenta como el gran reformista. Su déficit de credibilidad es inmenso, pero es evidente que tiene miedo. Miedo a que su pérdida de popularidad sea irrecuperable y miedo a que el deterioro de la solvencia de España como país nos acabe costando no sólo unos cuantos secuestros, sino un crisis de balanza de pagos a la antigua usanza.
La encuesta publicada por la revista «Temas» es demoledora. La distancia con el PP se agranda más de cinco puntos, lo que siempre duele, pero es que el PSOE ha perdido el apoyo de las clases medias urbanas, de jóvenes y profesionales. Ya lo habíamos visto en Galicia, pero allí todavía se le pudo echar la culpa a la mal gestionada alianza con el BNG. En Cataluña es tan obvio que la estrategia de culpar al PP sólo sirve para alentar el voto hacia el independentismo populista de ERC. Pero la realidad es tozuda, el voto profesional decide las elecciones no tanto por su número como porque es cambiante, poco ideologizado y escasamente sensible a la demagogia. Se mueve por su percepción del futuro y en ella la política internacional y la economía son determinantes. Dos áreas donde la gestión gubernamental es un absoluto fracaso, sin paliativos.
La señal de alerta de Standard and PoorŽs al colocar en perspectiva negativa el rating del Reino de España es muy importante. Tanto que ha hecho reaccionar a banqueros y empresarios, que se han apresurado a demandar un gran pacto de Estado. España se enfrenta a un largo horizonte de estancamiento. Estancamiento del paro en el 19 por ciento de la población activa, para el que la bravata de Zapatero de que el Plan E ha salvado dos puntos de desempleo es una broma de mal gusto impropia de una Oficina Económica que aspiraba a emular en rigor, seriedad y profesionalidad al Consejo de Asesores Económicos de Estados Unidos. Estancamiento del déficit público por encima del 10 por ciento del PIB con dificultades crecientes para su financiación, como descubrió tardíamente ayer el Tesoro, que sólo pudo colocar las dos terceras partes de su emisión, y que nos aboca a subidas generalizadas de impuestos ante la incapacidad del gobierno para disciplinar el gasto del conjunto de las administraciones públicas. Y estancamiento del crecimiento económico en torno al 1 por ciento, por más que el presidente se apunte con furor de converso a la economía de la décima en vez de escuchar los lamentos del Banco de España, que ayer mismo nos prevenía contra los falsos espejismos.
Es tanto el descrédito acumulado por el presidente, tanto el caudal político agotado en batallas estériles y disgregadoras, algunas de las cuales todavía colean y amenazan con enturbiar aún más las relaciones entre los dos principales partidos si alguien sensato no lo remedia, tanta la incompetencia y futilidad demostrada, que es comprensible la tentación de sentarse a disfrutar viendo cómo se derrite sólo en su vacuidad. Comprensible, pero injustificable. La grandeza moral de la oposición se demuestra en estos momentos en que hay que anteponer los intereses de España. La grandeza de confiar en los ciudadanos sabiendo que premiarán su esfuerzo. Sólo cabe poner la hoja de ruta encima de la mesa antes de que Zapatero II se saque otro conejo de la chistera como la ley de Economía Sostenible.

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