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Columnas / TRIBUNA ABIERTA

Ambigüedad

En el plano político, si no eres ambiguo ya te puedes ir dedicando a otra cosa

Día 13/08/2010 - 06.55h
Es la palabra clave, la que mejor define la situación actual de España, el medio de cultivo de donde emergen casi todas nuestras acciones y proposiciones, ya sean nimias o trascendentes. En el plano político, si no eres ambiguo ya te puedes ir dedicando a otra cosa. ¿Cómo si no la élite política puede distinguirse de la masa, del pueblo, que suele hablar en román paladino y llamar al pan, pan y al vino, vino?
En España la ambigüedad está tan metida en el tejido social que en el año 1978 decidimos elevarla al rango de Constitución. Algunos de los «padres» de ella admiten sin reparos —la situación política lo exigía, dicen, y no sin razón— que el material más usado en el proceso constituyente fue la «ambigüedad calculada», lo que permitía ampliar bastante los márgenes de maniobra. La propia definición de ambiguo del diccionario de la Real Academia de la Lengua es determinante: «que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivos a dudas, incertidumbre o confusión».
Esta definición aclara la razón por la que el nacionalismo catalán ha puesto el grito en el cielo con la sentencia del T.C. sobre el Estatut. Y el T.C. no lo ha modificado tanto, se ha limitado a coger las tijeras y podar de ambigüedades, entre otras cosas, el concepto de nación como sentimiento que figura en el preámbulo. No tiene efectos jurídicos, dice, —ya se sabía— y además no admite interpretaciones: solamente existe la nación española. Lo ha dicho con cierta machaconería, lo que también les ha molestado.
Lo que ha ocurrido en realidad es que el caballo desbocado de las reivindicaciones nacionalistas ha sufrido un fuerte serretazo político que ha descuadrado sus planes.
Haríamos un pan como unas tortas si ahora el presidente del gobierno tratara con subterfugios —que no caben legalmente— de quitarle la serreta al caballo, volvería a desbocarse; y es mejor que siga cavilando sobre posibilidades prácticas.
El nacionalismo está jugando con un arma muy peligrosa: los sentimientos. Y tiene organizado un revoltijo interesado con materias tan dispares como el nacionalismo, el catalanismo y el independentismo para conseguir su meta.
Tampoco me parece bien que se recurra a una ley orgánica para dotar a Cataluña, en compensación, de su propio Consejo del Poder Judicial. ¿Cuánto tiempo tardarían las demás autonomías en reclamar igualdad de trato?, ¿Y qué haríamos entonces, dividir el Consejo del Poder Judicial en diecisiete pedazos? Sólo eso le faltaba a la justicia española.
Es obvio que el procedimiento está previsto en el art.150 de nuestra Constitución, otra de sus muchas ambigüedades. Este artículo no debiera de existir porque es una puerta abierta a las más osadas reivindicaciones. Las competencias del Estado central deben estar perfectamente definidas y, además, deben de ser irrenunciables.
El grito nacionalista de ¡somos una nación! puede prender fácilmente, como fuego, en las diecisiete autonomías porque ¿quién va a impedir que grupos humanos con un acervo cultural propio y distinto en cada caso, puedan acceder después de hacerlo Cataluña a esa denominación? Y por otra parte ¿no serían demasiadas naciones? ¿no estaríamos devaluando el término?
A mí personalmente no me gusta la figura de «nación de naciones», sin entrar en disquisiciones de fondo, simplemente me parece una expresión muy ampulosa, algo así como «rey de reyes». Hay otras formas de contemplar nuestra pluralidad.
Tanto el nacionalismo catalán como el nacionalismo español estamos dando demasiada importancia al término nación y lo utilizamos para fustigar sentimientos en detrimento del Estado, que en definitiva es la gran arquitectura administrativa que garantiza al ciudadano la defensa nacional, la seguridad, la justicia, la equiparación en derechos y deberes… Resumiendo:
En 1978 hicimos la Constitución posible, que ha rendido espléndidos frutos durante 32 años.
Se dio un paso importante con la España de las Autonomías, funcionando en un régimen —otra ambigüedad— cuasi federal. ¿Y cómo se culminará este proceso?
Que las autonomías han significado un impulso importante al desarrollo de amplias regiones irredentas de España, es indiscutible.
O sea, hasta aquí, digamos que bien. ¿Pero cuál será el futuro de las Autonomías? Esta pregunta tiene inquietos a una mayoría significativa de españoles. Porque no cabe imaginarse unas Autonomías indefinidamente insatisfechas e insaciables y un Estado pegado a la pared hasta su total desecación.
Guste o no guste, en un futuro más o menos próximo, nos veremos impelidos a buscar la salida más cercana a lo que ahora tenemos: borrar el «cuasi». Y probablemente será bueno, pues al modificar la Constitución para adaptarla al nuevo régimen tendremos ocasión de reconsiderar lo hasta ahora actuado y corregir derivas indeseables.
Llegado el caso, deberíamos mirarnos en el sistema alemán, a mi juicio modélico, y dejar de lado un nuevo «invento» español. Porque en política, lo bueno y lo malo, ya está todo inventado.
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