Tenía el son de su padre, aquel son templado que aliñaba de media sonrisa y mirada dulcísima cuando se encontraba con alguien querido. Era así desde muchacho. Simpático, amable, abierto, pero con esa formalidad de quienes tienen en la personalidad algo mágico que obliga a un no pedido respeto en el trato. Luchó mucho, siempre, siempre. Primero, por ser maestro nacional, pero no quiso quedarse ahí y siguió la lucha hasta llegar a la universidad y destacar en ella. Se licenció en Filosofía y Letras y se doctoró en Historia de América, con Premio Extraordinario de carrera. Y además, con el mismo son, el mismo temple y la misma grandeza de corazón, junto a su mujer, Manoli, se licenció en Paternidad con cinco hijos que son cinco premios más: Emilio, Sole, Inés, Lutgardo y Pablo. Triunfó, porque para él, el triunfo era la lucha, el diario aprendizaje. Destacó en todo, porque él era un hombre destacado. Era un hombre de luz, Cangui. Y un hombre de luz, como tú dices, es aquel que se preocupa más de alumbrar que de alumbrarse, de iluminar el camino, más que su imagen. Era la luz de la casta, Cangui, tú lo sabes, el molde, el paradigma, la muestra más completa que nos ponían nuestros padres cuando tratábamos de alcanzar algo: «Tú fíjate en el primo Lutgardo, la carrera que lleva. Y luchando desde que era un chiquillo.»
Estaba predestinado para ser un hombre de luz, Cangui, como si hubiese sido una señal, una premonición, que su abuelo, el tío abuelo Lutgardo, fuera quien trajo la luz a la tribu, cuando sólo las casas distinguían a las calles de la tribu de los caminos, cuando la tribu aventaba sombras en la noche con asustadas mariposas de velas y quinqués, y fue su abuelo, alcalde entonces, quien trajo la luz eléctrica y la noche en la tribu anduvo ya sin tropezones y sin tener que aforar a la gente por la voz o los andares. Quién sabe si aquella luz atávica fue el aviso de que vendría él a relevar al abuelo con otra luz, la del entendimiento, la cultura, la inteligencia. Se fue a América y se trajo de allí más luz, luz de la historia, y la convirtió en libros. Y esa luz de ida y vuelta alumbró viejos rincones umbríos. Y fue feliz, además. El ejemplo que deja el primo Lutgardo es para seguirlo —con mucho esfuerzo, sí—, y su obra, para admirarla, la de sus libros y la de su familia. Y además escribió la única historia verdadera de la tribu. Ayer —cenizas sobre cenizas— se quedó junto a su padre. Si somos justos los hombres —solapa de alguna esquina—, tendrá una calle su nombre.
barbeito@abc.es