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Sevillana sin pecado original

«Sabemos que en lo más alto estará siempre la Mujer que pintaron Velázquez y Murillo, la que talló Montañés»

Día 08/12/2010 - 08.45h
Martínez Montañés, el dios de la madera, la esculpió con esa mirada baja que le impide contemplar su belleza en el cristal del aire, como si estuviera cegada por su propia hermosura. El pueblo, sabio a la hora de nombrar lo inefable, la llamó La Cieguecita. Velázquez le dio la vuelta a la Luna, que no luce en forma de cuerno sino como esfera alumbrada por su luz. La óptica le ganó la partida a la alegoría. Miguel Cid le compuso una copla que es el reverso de Jorge Manrique. Y Murillo la elevó a los cielos pictóricos del azul y el blanco, los colores más puros de la ciudad, los del Domingo de Ramos, los del Jueves en que luce bajo el palio de la impaciencia ese rostro que le sirvió a Grosso para pintarla en lo más alto de la Catedral. Esa Inmaculada Macarena traspasó los versos de Montesinos que lo mismo sirven para el roto de la noche recién pasada que para el descosido del alma que Ella zurce con su manto camaronero en la mañana de Feria y Relator : «Salgo de esta Madrugada / medio loco y medio muerto, / la Virgen dio el cielo abierto / a su ciudad más amada».
Ese cielo abierto es un llanto gris perla tirando al azabache presentido de la noche, un azote de lluvia y viento que lustra las calles de charol. No fue la víspera celeste que marcan los almanaques que sostienen a la ciudad por los adentros. Porque Sevilla no es un espacio sino una forma de entender el tiempo y la belleza. Quien no se dé cuenta de esto podrá vagar por sus esquinas pero jamás se asomará a los patios interiores donde la ciudad guarda sus encantos. O a esa plaza donde luce, triunfal y recoleta, en los dos monumentos enfrentados que le alza la Sevilla dual como si fuera un Jano bifronte: la Mujer donde toda belleza se hace presente y la Madre que nos llama desde el otro lado de la muerte.
Regresa la ciudad barroca en este día donde se funden las campanas de la gracia con el lamento de lo que se fue. El tiempo se curva para regalarnos este paréntesis de la fiesta en medio del afán y la rutina. Suena la voz de Silvio con su rock inmaculista que Pive Amador trenzó con el trío de una marcha que hoy se hace presente en los cielos que se derrumban sobre la ciudad: Virgen de las Aguas. El agua dulce de la vida y el agua salobre del llanto. Barrocos como nunca y contradictorios como siempre. Así somos. Presos de esta ciudad que nos envuelve con la niebla de la ilusión, esclavos de su poderío, amantes de su belleza esquiva que nos hiere con la espina cernudiana del deseo. Da igual que el cielo llore lágrimas grises arrancadas al mar. Sabemos que en lo más alto estará siempre la Mujer que pintaron Velázquez y Murillo, la que talló Montañés, la que le sirvió a Montesinos para caer en la hipérbole que nos define: «Ay, María Inmaculada, / niña guapa sin igual, / a Dios no le sienta mal / saberte la preferida. / Sevillana concebida / sin pecado original».
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