Ya es triste que en la tierra del sol mueras, en agosto, arrastrado por una riada, Cangui. Yo sigo haciéndole caso a lo que oímos —¿te acuerdas?—aquella tarde que estábamos cogiendo algodón y la noche, a eso de las cinco de la tarde, se precipitó, como equivocada, por poniente. Primero fue un trueno seco, lejano, como si a la tarde se le hubieran roto de golpe tres costillas. El manijero nos llamó, a voces: «¡A la choza, a la choza..!» Cuando íbamos corriendo hacia la choza nos sorprendieron unos goterones que dolían como un chaparrón de monedas de cinco duros. Un manotazo de nube negra borró el sol y dijo Dios allá van rayos, truenos y lluvia, una lluvia que nadie podía imaginar que anduviera escondida por el plácido cielo de aquel septiembre. Ni siquiera las nubes negras nos asustaron, ni el lejano trueno. Fue el manijero, hombre hecho a todos los días del campo, el que lo vio venir. Nos lo dijo en la choza, cuando había dispuesto tres banquetas y un tablero ancho para que las tres mujeres subieran a él; nosotros, el manijero —que cerró la entrada de la choza con aquellas cuatro tablas separadas que formaban la puerta—, tú y yo, nos quedamos sobre el aparejo de la burra, encogidos como gallinas en el palo del gallinero: «Dios quiera que aclare antes de que el río recoja todo lo que está lloviendo y se salga y arríe esta vega. Como sea así, los seis vamos a tener que subirnos al techo de la choza, aunque nos arriesguemos a que nos mate un rayo, a la espera de un milagro. Esas nubes las he visto otras veces, y cuando descargan, la lluvia es un toro de agua que embiste sin piedad y sin piedad cornea…» Escampó, menos mal.
Nos impresionó el relato de aquel hombre, cuando contó cómo su padre, un día como aquel, al ver venir la crecida del río que iba convirtiendo en mar la vega, decidió amarrar el mulo para arrancar los cuatro palos del sombrajo y convertirlo en una balsa por la que se salvaron, que el agua arrastró a la balsa-sombrajo hasta una linde alta y allí tomaron un cerro milagroso. El agua, cuando viene así, como ha ido por Córdoba y otros sitios, es un toro desmandado y abochornado, Cangui, que nos lo dijo aquel manijero que sabía del cielo más que los santos. Un toro, Cangui. Por eso le temo tanto a un cielo que, en este tiempo, de pronto se pone cárdeno, porque casi siempre resulta un toro sin piedad. Un toro líquido y sin miramientos ha corneado, en un santiamén, todo lo que encontró al paso. Que también el cielo, sea el tiempo que sea, tiene faltriqueras infernales, Cangui.
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