Las vacaciones veraniegas son un ensayo de la utopía del fin del trabajo, una muestra experimental de la vida ociosa. Pero, ¿aguantaría usted unas vacaciones perpetuas? La sabiduría popular ironiza que el trabajo no debe ser bueno porque, si lo fuera, los ricos trabajarían; su mismo origen etimológico certifica su maldad y cualquiera que aspire a un premio «gordo» confiesa su inmediato propósito de dejar de trabajar si le toca. Todo esto sucede en una contradictoria sociedad obsesionada por la creación de puestos de trabajo y en la que el ocio exige adaptación, entrenamiento y esfuerzo si no se quiere caer en la depresión y el hastío. Hace casi un siglo, Laura Marx y su marido se inyectaron una buena dosis de ácido cianhídrico para abandonar por voluntad propia este valle de lágrimas y paradojas. El suicida Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx, criollo cubano-francés, teórico y revolucionario político, protocomunista, periodista y médico, es más conocido por su utópico e irónico libelo titulado «Elogio de la pereza», que aproximaba el marxismo al hedonismo y constituye una referencia inevitable para ensalzar las virtudes personales y sociales del «dolce far niente». Antes y después de Lafargue ha llovido mucho sobre quienes han defendido una existencia más morigerada presidida por el tópico «trabajar para vivir; no vivir para trabajar». Tendencias que optan por lo pequeño («Small is beautiful») sobre lo grande, lo lento (ciudad lenta, comida lenta) sobre lo rápido. Que persiguen la simpleza, la frugalidad, el anticonsumismo, el «downsizing», el «downshifting» y otras palabrejas de difícil traducción lingüística y práctica que remiten al encogimiento. De forma algo más racional, la economía se ha interesado por el advenimiento de la pereza y allá lejos, en la utopía, incluso Keynes vislumbraba un mundo donde sólo las máquinas sudaban y la tecnología liberaba a los humanos del tormento del trabajo. Los «liberados» se dedicarían a las artes y las letras, o a ese «tercer sector» cooperante y solidario donde Rifkin encajaba al factor humano sobrante. A la fuerza, la crisis nos ha metido en un desplome del consumo donde lo más grave no es la frugalidad, sino el doloroso ajuste de la oferta, incapaz de ser más competitiva, productiva e innovadora. El sistema anda a la búsqueda de nuevos puntos de equilibrio entre lo que se produce y lo que se consume, lo que se importa y lo que se exporta, lo que se ahorra y lo que se invierte, lo que se gasta y lo que se recauda, y es evidente que el ajuste lo reflejan los precios y los salarios.
A finales del siglo XIX, alababa el comunista Lafargue a los españoles en su panfleto, porque pensaban, según él, que «el trabajo es la peor de las esclavitudes» y condescendía al tópico y a la cursilería ensalzando al «atrevido andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como una vara de acero» (sic) poco dado a dar el callo. Mucho me temo que todavía nos queda un largo camino hasta la deseada pereza y que —otra paradoja— su conquista exija más trabajo. Aunque vista la experiencia y efectos de la pereza veraniega, quizá no nos estemos perdiendo tanto. Ustedes dirán.
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