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Columnas / tribuna abierta

Yo sí creo en los milagros

«Nunca entendí en mis años infantiles y juveniles qué quería decir aquello, pero a lo largo de mi vida he podido comprender que se trata de la fuerza de la oración colectiva de cualquier religión»

Día 19/09/2010 - 08.48h
Probablemente, el título con que encabezo estas líneas puede sonar a algunos como un anacronismo o llenar de insatisfacción a otros que tengan la curiosidad de leerlas. Porque yo creo que la idea de milagro ha ido cambiando con los tiempos, se concibe de distintas maneras según las culturas y las creencias y es algo que cada uno percibe e interioriza, siguiendo estas coordenadas, en lo más hondo de su ser. Para expresar lo que quiero decir me atengo a la definición que el Diccionario de la RAE da como primera acepción de la palabra milagro: «Hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino».
Hay conductas personales y colectivas que no pueden entenderse sin una intervención sobrenatural que para mí tiene su origen, entre otras cosas, en lo que en el Catecismo nos enseñaron como «comunión de los santos». Nunca entendí en mis años infantiles y juveniles qué quería decir aquello, pero a lo largo de mi vida he podido comprender que se trata de la fuerza de la oración colectiva de cualquier religión, cuando miles, millones de personas, se unen en un ejercicio de trascendencia sobre lo que nos rodea para intentar elevar el espíritu pidiendo a la Divinidad alguna gracia que unas veces se concede y entonces se da lo que se suele entender por «milagro». Pero, aunque este hecho visible no ocurra, el milagro para mí reside en la perseverancia de esa cantidad de seres que, a lo largo y lo ancho de todo el planeta en el que nos movemos, perseveran en la oración continua, en el sacrificio y, en definitiva, en dar su vida por los demás. Tenemos abundantes ejemplos de religiosos, catequistas seglares, curas obreros o cooperantes voluntarios de tantas y tantas obras humanitarias.
El más cercano y actual está aquí mismo, en nuestra ciudad, en la labor y abnegación de las Hermanas de la Cruz. Que una Congregación con poco más de un siglo de existencia haya conseguido elevar a los altares a dos de sus Madres Generales, con los fuertes requisitos que Roma exige para conceder el acceder al mundo de los Santos, ya se puede considerar en sí mismo un «milagro». Pero para mí, el milagro es otro. Es la vida que llevan las Hermanas en su día a día; es el Amor que derrochan allí don van. Es la alegría y la esperanza que aportan continuamente a aquellos que más lo necesitanes el haber conseguido eludir la ventana abierta que significó para muchos religiosos el Concilio Vaticano II y empeñarse en seguir las reglas de su fundadora. Es la altura espiritual que se necesita para llevar con toda felicidad —me consta porque tengo a alguien muy cercano en la orden— una vida de privaciones, de incomodidades sin fin, de entrega total. Ése es para mí el milagro que, sin darnos cuenta, podemos ver cada día. En esos milagros diarios es en los que creo.
Por eso, hoy quiero felicitar a las Hermanas por la alegría inmensa con que habrán vivido esta jornada con un acto inenarrable lleno de emociones: la masiva convocatoria que la virtud tiene todavía en un mundo que nos quieren hacer ver descreído, la presencia de todas las monjas unidas que formaban un conjunto cromáticamente oscuro —como ellas quieren aparecer—, pero que irradiaba luz por todas partes, la fuerte y entusiasta ovación de más de cinco minutos que casi cincuenta mil personas, puestas en pie, le hemos tributado y un altar deslumbrante porque estaba presidido por Santa Ángela y por la Virgen de la Esperanza Macarena, que ha sido todo un símbolo de la esperanza que las hermanitas de la Cruz, como se las conoce cariñosamente en Sevilla, irradian allí por donde pasan.
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